miércoles, diciembre 14, 2005

Un día más (I)

María volvió a mirar el despertador. Era muy tarde. No quería levantarse.
La radio volvió a sonar. No la apagó esta vez. Era una canción triste. A María le gustaban las canciones tristes.
Quizás porque su vida era triste.
Respiró hondo. Un día más.
Se desperezó como un gatito y se levantó. Fue al baño. Pensativa se lavó la cara. María la del espejo la miraba con tristeza.
Desayunó rápidamente. Luego se sumergió en la bañera. No tenía tiempo para un baño, pero estaba acostumbrada a empezar el día así.
Rodeado de aquella espuma blanca su cuerpo parecía más moreno.
Su piel era bonita. Firme y tersa. Brillante ahora que estaba mojada.
No tenía ganas de ir ese lunes a la oficina.
No tenía ganas de escuchar comentarios sobre el fabuloso fin de semana que todos habían pasado.
Tal vez porque sus fines de semana no eran fabulosos.
Había estado en casa.
Leyendo. Mirando la tele. Vagueando en el sofá. Conectada a cualquier chat a ratos.
Comiendo chocolate. Fumando. Pensando.
Luis no la había vuelto a llamar.
Cuando empezaron a salir juntos él fantaseaba sobre la maravillosa primavera que les esperaba.
Planeaba viajes. Parecía tan ilusionado.
Pero estaba lejos.
Resulta increíble cómo alguien puede contagiar tanto entusiasmo para luego desaparecer. Llegar a las nubes, tocar una estrella, para luego ser de nuevo arrojada a la tierra. Viaje de ida y vuelta. Regreso a la nada, regreso a la realidad.
María se ahogaba con el recuerdo de todos aquellos sueños que Luis había sugerido. Había imaginado a su lado viajes, tardes compartidas, amor, entrega, pasión.
Habían fantaseado sobre aquellos futuros encuentros.
Habían arañado al tiempo horas, minutos, segundos…, en aquellos viajes de Luis. Deseosos de sentirse durante más tiempo el uno al otro. Ansiosos por disfrutarse. Anhelantes por los nuevos encuentros. Tristes al despedirse.
Viernes de ilusión, de preparativos, de reencuentros.
Sábados de pasión. Amaneceres de abrazos. Despertares de besos. Desayunos de miel. Meriendas de chocolate derretido por el deseo. Atardeceres de plácida siesta. Cenas salpicadas por su amor. Noches de lujuria y desenfreno.
Domingos de despedidas.
Y Luis se había cansado.
Agobiado dijo él. Por la distancia. Por no verla. Por no tenerla cuando la deseaba, cuando la echaba de menos, cuando la necesitaba.
Agobiado de sus lunes, de sus martes, de sus miércoles y sus jueves de ausencia.
María no entendía nada. Creía que una persona se puede agobiar por la ausencia de otra, pero la actitud de Luis frente a lo insalvable había sido la de dejar enfriar la relación.
María lloró mucho el primer fin de semana que él no pudo venir.
Fue su primera decepción.
Y ahora no sabía qué hacer.
Tenía que salir. Tenía que bailar. Conocer gente nueva. Olvidar.
Pero no tenía fuerzas ni ánimos. Y ahora sus fines de semana eran melancólicos. Tristes. Llenos de añoranza de Luis.
Y de nuevo era lunes, un día más.
Ya estaba casi maquillada. María la del espejo seguía triste. Un destello de luz iluminó su cara.
María pensó que quizás al otro lado del espejo todo era al revés.
Y allí sí era feliz. Allí Luis la amaba y luchaba por evitar aquel distanciamiento.
Al fondo del espejo se reflejaba la luz del comedor. Era una luz muy intensa. Dorada. María percibía calidez.
Entró al espejo.
María la del espejo se quedó en el cuarto de baño.
María empezó a recorrer aquel piso del revés.
Era su casa, todos sus objetos, pero se sentía extraña porque bajo su percepción todo estaba descolocado. Estaba dentro del espejo, todo era diferente.
Vio la puerta de la calle, cogió el bolso y salió.
Quizás hoy tendría un buen día en la oficina.
La calle del espejo no se diferenciaba mucho de la calle que recorría todos los días. Los mismos escaparates. La gente caminando con prisas. Empujones en el metro.
Colas. Semáforos. Tráfico.
Todo parecía ser igual en la calle del espejo. Las mismas malas caras malhumoradas al despertar y dejar atrás, en la cama, el mundo de lo sueños.
Las mismas caras pensativas. Gente sumida en sus angustias, en sus miedos.
Algunas miradas ilusionadas, recordando aquellos sueños que habían quedado atrapados en las sábanas. Miradas expectantes ante la aventura de vivir un día más.
Quizás no había tanta diferencia en aquel despertar de la ciudad del espejo al de su propia ciudad, pensó María.
Llegó a la oficina y allí tuvo su primera sorpresa.

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