miércoles, diciembre 14, 2005

El crucero (I)

Paseando por el camino del olvido cualquier sendero me alejará de ti. Y sigo vagando por mis recuerdos, intentando recordar todos aquellos pequeños momentos que vivimos, sigo recordando tu sonrisa, tus palabras, tus abrazos, tus besos.
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Y recuerdo aquella fiesta, aquella boda en la que todo empezó entre nosotros. O quizás fue el principio de un fin.
Era un compañero de trabajo quien nos invitó, allí nos encontramos tu y yo. Sin tu mujer, sin mi marido.
Durante todo el banquete nuestras miradas se cruzaron una y otra vez, y cuando la orquesta empezó a tocar, tú me pediste bailar. Bromeando me levanté de mi silla, tú jugabas a ser un galán y yo tu bailarina.
Era un pasodoble, pero sentí la calidez de tu abrazo. Tú me acercabas a ti, tu aliento estaba cerca de mi cuello al hablar. Sonreímos los dos. Y bailamos. Y nos miramos. Durante unos segundos sólo estábamos tú y yo.
Mi corazón palpitaba con fuerza. Era el baile. Era la música. Era el renacer .
Estuvimos danzando en la pista de baile hasta que, extenuados, nos acercamos a la barra, pediste bebida para mí y nos sentamos de nuevo en la mesa.
Ya no éramos dos compañeros de trabajo. Éramos un hombre y una mujer.
Tus ojos paseaban por mi cuerpo, mis ojos chispeaban de ilusión.
Me sentía coqueta ante tí. Modulaba cada palabra intentando impregnarla de aquel nuevo sentimiento que iba creciendo en mí.
Era deseo. Era vanidad. Era sentirme viva.
Seguimos conversando durante horas hasta que la fiesta empezó a decaer, y la gente empezó a tomar sus abrigos y a despedirse.
Tu y yo parecíamos no querer salir de la burbuja que aquella noche habíamos inventado sólo para nosotros, fuimos remolones en abandonar nuestras sillas, fuimos remolones al despedirnos de los novios. Y remoloneando salimos al parking.
- ¿Te llevo? - Dijiste.
Y yo asentí sonriendo.
No era una mujer casada en aquellos momentos, era una adolescente que se sentía dichosa de que la acompañaran a su casa.
Seguimos conversando de trivialidades durante el trayecto de vuelta a la ciudad, hasta que tú me preguntaste si no me apetecía pasear por la playa.
Yo no tenía sueño, así que me pareció una buena idea demorar esa vuelta a la realidad de nuestras vidas.
Hacía mucho frío, las palmeras lanzaban murmullos ante nuestro paso, el viento las golpeaba con furia.
Seguimos andando por aquel paseo, casi sin hablar, observando el mar, la luna reflejada en el agua, silenciosos ante aquella soledad.
Sugeriste volver al coche y te dije que sí, tenía mucho frío.
En el coche, mientras me mirabas en silencio, abrí el regalo con el que me había obsequiado la madrina de la boda. Era una cajita de bombones.
- ¿Quieres? - Te ofrecí, mostrándote la caja.
Asentiste como un niño goloso y deposité un bombón en tu boca.
Tu cogiste otro bombón y me dijiste que cerrara los ojos.
Y entonces llegó la primera sorpresa. Aunque he de confesar que no me sorprendí.
Noté la tibieza de tus labios en mi boca, y nos besamos.
Delicadamente. Con fiereza. Dulcemente. Apasionadamente.
Nos besamos. Nos dejamos arrastrar por un torbellino de sensaciones
Nada más existía en aquellos momentos.
Recuerdo tu sabor a chocolate. Recuerdo mi abandono a tí.
Tus brazos tomaron mi cuerpo. Me abrazaste con furia. Me abrazaste. Te abracé.
Tus manos recorrían mi escote una y otra vez, rodeabas mi cintura, no pensaba en nada, sólo en el sabor de tu boca, en el palpitar de tu corazón.
Me despojaste de mi abrigo.
- ¡Dios, eres preciosa, Elena! - Exclamaste con voz ronca.
Tus ojos brillaban de deseo. Yo no quería pensar.
Volviste a besarme con mucha dulzura, muy despacito, y yo lentamente desabroché tu camisa. Te acaricié el pecho, jugueteando con tu vello.
Redescubriéndome, en un coche, una noche a la luz de la luna, me entregué a tí.
Sentí. Amé. Lloré de felicidad.
Hubiese querido despertar a tu lado al día siguiente, olvidando dónde estábamos.
Empezaste a vestirte en silencio, yo volví a abrocharme el abrigo.
Me miré al espejo, me peiné. Me miraba intentando saber qué mujer era aquella que acababa de ser infiel. Era una desconocida. Era una extraña.
Éramos compañeros de trabajo, íbamos a vernos el resto de días, no sabía cómo afrontar aquello, ni qué iba a suceder.
Regresamos en silencio a la ciudad. Imaginaba que tus pensamientos eran los mismos que los míos. Pero no me atrevía a preguntar.

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