miércoles, diciembre 14, 2005

Tic - Tac (I)

Tic-Tac. Hora de la siesta. Las agujas del viejo reloj de cucú del salón oscilan entre la rabia y el desamor, entre el desdén y el olvido. Es hora de soñar. Es hora de olvidar.
Y Andrea se dirige hasta su habitación, como todas las tardes, deseosa de abandonarse a ese mundo de sueños donde la realidad es pesadilla, donde su mundo real no existe.
Son las cuatro de la tarde. Programa la alarma del despertador a las seis. Se despoja de su vestido azul y deshace muy despacio la cama.
Oculta en su mesita de noche tiene una botellita de ron, recuerdo de su inolvidable viaje a La Habana. Bebe un pequeño sorbo y se acuesta en la cama con aquel sabor impregnando el cielo de su boca.
Era todo cuanto necesitaba hacer para iniciar aquel mágico ritual. Los ojos entornados y ese denso dulzor que la embarga lentamente sumiéndola en un paseo, andando esta vez de puntillas entre nubes de algodón.
Sintió en sus mejillas un tenue beso y unos labios que quédamente paseaban por sus párpados. Era él, de nuevo él, quien la despertaba.
Sonrió mientras abría los ojos adivinando aquellos otros ojos que con tanto amor la miraban.
- Andrea, Andrea, cariño…, ya es la hora de despertar - Susurró Frank inclinándose a su lado.
- Si, Frank… - contestó perezosamente ella liberando aquel sopor que seguía teniéndola presa entre nubes de algodón.
Luego le abrazó. Sus manos se enlazaron en la nuca de él, ampliando su sonrisa, feliz de tenerle allí, una tarde más.
Frank deslizó su mano por la mejilla de Andrea. Tan sólo esa caricia era suficiente para hacerla estremecer. Había tanto deseo, pasión, amor entre ellos.
- Te añoraba Frank, no sabes cuanto te añoraba…
- Lo sé, lo sé, te recompensaré - respondió él mientras con su dedo índice intentaba acallar su voz, silenciando aquellos lamentos en la boca de Andrea.
Andrea notó una familiar dulzura en el dedo de Frank que en círculos recorría sus labios. Era miel.
Frank siguió acariciando sus labios con su dedo impregnado de miel, dejando que Andrea le lamiera y chupara con fruición, para luego fundirse en un beso, empalagoso, intenso, apasionado… Con sabor a miel.
Tic- Tac, las agujas del reloj siguen oscilando entre los minutos, las horas…
Se aman.
Besos perdidos entre las sábanas, caricias de amantes, palabras de amor… Cabellos revueltos, jadeantes, empapados de sudor. Gemidos de placer hasta llegar a sentir como un solo ser.
- Quiéreme Frank, y no te canses jamás de repetírmelo - suplica Andrea.
- Te quiero Andrea - le responde él mientras le aparta un rubio mechón de su cara y sigue mirándola, pensando que no se cansaría jamás de contemplar a aquella encantadora mujer.
Sonríen. Charlan. Comparten planes. Hablan de viajes. De vacaciones. Se plantean su futuro. Hablan de sus sentimientos, se confiesan que son el uno para el otro y se pierden casi sin querer, de nuevo enredados en sus palabras, en más caricias y besos. Se sienten felices porque saben que quedan muchos momentos por vivir, por sentir… Juntos.
Tic-Tac. Tic- Tac. El despertador suena implacablemente a las seis con su desagradable alarma martilleando y rompiendo los sueños en mil fragmentos.
Y Andrea abre los ojos muy despacio, negándose a despertar, una tarde más.
Por la persiana entreabierta se filtran hilillos de luz. Poco a poco habitúa sus ojos a esa escasa claridad. Está sola en la habitación.
Con desgana se levanta de la cama. Enciende la luz. Cubre su desnudez con el vestido azul.
Se observa en el espejo. Pausadamente se mira, coqueta, se da la vuelta e intenta conseguir verse con el rabillo del ojo.
Sonríe, intenta devolverse a sí misma con esa sonrisa toda la dignidad perdida en aquellos últimos meses de hiel, de desamor, de odio, de rabia callada.
Pensamientos que se ocultan y se tiñen de desesperanza. Sentimientos que yacen adormecidos en el fondo de tanta amargura.
Sonríe, sonríe - le exige la mujer del espejo.
Andrea no se ha permitido nunca llorar en aquellos oscuros meses, sumida en la desidia de una vida gris sin ilusiones. Necesitaba sentir que el amor de nuevo coloreaba su vida, con matices de pasión e ilusión. Pinceladas de esperanza que la hicieran resurgir como la mujer enamorada que un día fue.
Sabía que amaba a Frank, era incapaz de pensar en dejarle, y seguir así, como hasta entonces, ya no la hacía feliz. Era incapaz de afrontar los siguientes días y meses, sumida en aquella lenta agonía.
Se sentía atrapada, esclava de sus sentimientos por él y al mismo tiempo infeliz porque Frank no parecía corresponderla, al menos como ella deseaba sentirle: un hombre entregado, enamorado, deseoso de compartir su tiempo con ella, orgulloso de su amor...
Andrea pensaba que lo que habían descubierto años atrás, cuando se conocieron, era Amor. Con mayúsculas. Amor. Ser capaces de sentirse felices tan sólo por tenerse el uno al otro. Sentir que no había suficiente tiempo en el mundo para compartir tantos momentos y vivir juntos su complicidad. Era la sencillez de la magia del amor salpicando sus vidas.

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