viernes, junio 23, 2006

Cuento para la Noche Magica de San Juan

La playa de las estrellas

Aquella noche la inmensa luna brillaba con especial fulgor sobre el mar, bañando con besos plateados las olas y meciendo el silencio con murmullos de viento.
Arrullados en la arena unos amantes daban la espalda al mundo envueltos en su universo de besos y caricias, y esperaban a que el reloj marcara las doce para prolongar aquel tiempo de pasión dentro del agua.
Era la noche de San Juan y habían logrado llegar por un angosto camino a la desértica playa que durante los días anteriores habían estado buscando, sumergiéndose en planos virtuales y fotos de internet, y preguntando a los vecinos del pueblo costero donde habían pasado unos días de descanso.
Sus breves vacaciones en la isla iban a tener aquel especial colofón compartiendo la mágica noche en la playa de la Estrella.
Las viejas leyendas del lugar hablaban de ese solitario rincón donde reinaba la naturaleza salvajemente y se podía dialogar con el universo sabiendo que los deseos eran concedidos.
Y en aquella noche de inicios de verano habían deseado probar su suerte y saber si había algo de verdad en los viejos cuentos que algunos isleños les habían contado.
Tenían tantos deseos por formular que no dudaron en encaminarse hacia esa playa.
Era necesario recorrer durante varios kilómetros los bordes de los acantilados para poder acceder al sendero que conducía a la playa.
Habían aparcado su coche y habían proseguido su viaje, cargando con la cesta que contenía la cena y con las toallas. Tuvieron que llegar hasta el final de las rocas del desfiladero, para lograr pasar a través de una abertura en la piedra y acceder al idílico paraje.
Ante ellos la playa de las Estrellas les mostraba todo su encanto y esplendor convirtiéndose en un improvisado paraíso para su amor.
No había nadie más en la playa. Sonrieron los dos, cómplices en sus pensamientos.
Se tumbaron en la blanca arena, improvisada cama donde retozar, y Él la desnudó lentamente, deslizando su lengua al compás de aquel libre recorrido por su piel.
Ella, estremecida de gozo, se dejaba hacer y le despojaba a Él, a su vez, delicadamente, de su ropa.
Sus ojos se decían todas las palabras que los labios acallaban mientras se fundían en un solo ser.
Sonó la alarma del móvil marcando las doce. Se levantaron. Desnudos y cogidos de la mano se dirigieron hacia las calmadas aguas del mar que parecía esperarles tendiéndoles sus olas, como una danzante alfombra que acurrucaba sus pasos.
Siete olas bañaron sus pies y formularon al unísono su deseo.
En la arena quedó la cesta con los bocadillos para la cena y las toallas que jamás desplegaron aquellos amantes.
El escenario quedó vacío de actores. Dos nuevas estrellas en el firmamento brillaban con enigmático esplendor. A su alrededor las otras estrellas las estrechaban con su luz.
Su deseo había sido concedido, su amor sin fin quedó suspendido en el cielo para toda la eternidad.

viernes, junio 02, 2006

"Ya no te quiero"

- Ya no te quiero – dijo ella.
La miró intentando buscar una huella de mentira en sus labios, una sombra de tristeza en su mirada, un atisbo de nervios que la pudiera delatar. Pero su belleza serena tan sólo transmitía firmeza.
Era cierto. Había sucedido. Estaba diciendo la verdad. Le estaba diciendo que todo había terminado.
Y esta vez era para siempre.
Él quiso rescatar del baúl de bellos recuerdos los momentos mágicos que habían compartido, en un vano intento de prolongar lo que ya había terminado, pensando que quizás aún no era tarde para los dos.
De repente se vio inmerso en el vértigo de la realidad , sin poder detener la espiral de desamor que parecía sumirle en un torbellino de emociones contradictorias.
La amaba. Y ella había dejado de quererle. La había perdido. Y la necesitaba. Más que nunca.
Ahora lo sabía, lo sentía, la quería.
Una rápida secuencia de instantes felices transcurrió en su mente. Era imposible para él aceptar que no había ya vuelta atrás, que ninguno de aquellos dulces segundos volverían a repetirse.
Cuatro palabras y una relación que en un segundo moría.
No podía aceptar que era el fin. No quería que fuese el fin.
Intentó recordar todas las veces que ella dulcemente se había quejado, todas las ocasiones en que ella había reclamado, insistido, y le había pedido más.
Había perdido infinitas oportunidades para haber evitado el final de su historia. Él se preguntó en aquel preciso instante porque no había reaccionado, porque no le había demostrado que su amor era real, porque no había sabido alimentar su pasión.
Se odió a si mismo por haberse acomodado en tan egoísta postura. Por no haber sido capaz de comprender antes que el amor es un regalo que la vida nos da y también nos arrebata, sin avisar.
Quizás siempre pensó que la poseía para siempre, que simplemente sus protestas y quejas eran después enfados que dejaban paso a deliciosas reconciliaciones. Pensó que ella jamás dejaría de amarle.
Se equivocó.
Ciego y sordo a la realidad, había desgastado el límite de su paciencia, había destruido su mundo de sueños y había sido incapaz de apostar por los dos.
Él quiso entonces prometerle todo lo que durante meses había sido incapaz de dar.
Ella ya nada podía hacer, ya no le creía, desencantada y decepcionada, ya tan sólo le quedaba despedirse.
Él ya no estaba en su pequeño universo de sueños, y su alma necesitaba recuperar toda la vida que había perdido a su lado.

Lo siento, ya no te quiero – repitió ella antes de darse media vuelta y dejarle allí, solo, hundido en su absurda cobardía, echando ya de menos su piel, sus besos, sus caricias y todos los momentos perdidos por su desidia.