lunes, abril 10, 2006

Ella tiritaba de frío aquella noche...

Ella tiritaba de frío aquella noche.
Mis manos recorrían con tibieza su espalda, con ondulantes y lentos pasos mis dedos apartaron la ropa que me separaba del tacto de su piel.
Se estremeció, ya no supe sí de frío o de deseo.
Yo tan sólo pensaba en besarla. En hundir mi lengua en su boca y jugar a ser el cazador cazado, mordisqueando con dulce furia sus anhelados labios.
Ya no me importaba el frío de aquel parque, tampoco me importaba sentir como ella tiritaba cobijada bajos mis brazos. Su cabeza se apoyaba a veces en mi hombro, durante escasos segundos para recuperar el aliento que mis besos le robaban.
Y volvíamos a besarnos, a abrazarnos, a fundirnos en un solo ser.
Nada más importaba aquella noche que sentirnos el uno al otro.
Porque sabíamos que aquella era nuestra última y única noche.
El tiempo era el verdugo de nuestra pasión y nos robaba sin ningún escrúpulo nuestro amor. Aquel amor que había nacido al atardecer y moriría sin remisión al amanecer del nuevo día.
Principio y fin entrelazados en una corta historia de injusticia.
Conocerla y saber que vivía a kilómetros de mí.
Amarla con la desesperación de quien presiente la inexorable partida.
Anunciado adiós que la noche nos ocultaba.
Ella tiritaba de frío aquella noche.
Sus ojos brillaban con lluvia de estrellas. Lágrimas que yo no deseaba ver.
Lágrimas que ella no quería mostrarme. Triste preludio del adiós.
Quizás por eso se dio la vuelta y me abrace a ella como si mi vida le perteneciera para siempre y no pudiera ya jamás apartarme de su lado.
El perfume de su pelo, su deliciosa nuca, su cuello…
Quise beber su olor. Cerré los ojos pensando que no deseaba perderla.
Al menos, quería conservar en mi recuerdo siempre aquel abrazo.
Ella se apoyaba en mi e inclinaba su cabeza, dejándose vencer por el cadencioso ritmo que mis manos marcaban en sus senos.
Acariciaba, estrujaba, deseaba poseer su cuerpo, navegar sin rumbo en su piel...
Y ya no había tiempo.
Ella se dio de nuevo la vuelta, pude ver sus ojos vidriosos y su cara anegada con el agua derramada por la pena.
Sus lágrimas empaparon mis mejillas mientras nos besábamos sin cerrar los ojos.
Intentábamos capturar cada instante.
Tras aquel beso infinito no quisimos mirarnos más. En el cielo la luna nos espiaba.
Y prometimos acordarnos siempre el uno del otro cada vez que viésemos la luna.
No importaba la distancia, no importaba el lugar donde estuviésemos, nos amaríamos siempre.
Adolescentes promesas que quedaron bajo aquel árbol, en aquel parque.
Su autobús partió a la mañana siguiente.
Ella no pudo verme, me agazapé entre los coches y pude verla por última vez.
Sé que penso en mí en aquel momento, y que dejo un trozo de su corazón en este pueblo.
Lo sé porque se marchaba triste. Pude ver su cara pensativa tras aquel cristal.
Hubo cartas, hubo llamadas telefónicas. Y hubo más promesas.
Hasta que el tiempo borro poco a poco nuestros planes de reencuentro.
Y todavía hoy, tras tantos años, puedo recordar cada vez que paso por este parque y veo nuestro árbol como ella tiritaba de frío aquella noche, puedo sentir en mi piel su cuerpo estremecido, y como sus lágrimas calaban en mi alma.