miércoles, diciembre 14, 2005

Tic - Tac (III)

Sin embargo Frank parecía ajeno a todo aquel mar de sentimientos que ahogaba a Andrea en su propio amor y la alejaba cada vez más, deseando encontrar otras islas en el océano del tiempo. Él parecía complacido de la nueva conducta de Andrea. Ahora ya no tenía que regañar con ella, discutiendo por temas de trabajo o viajes.
Andrea se sentó en el sofá del salón, cogió su libro, buscó la marca de la página de su última lectura y siguió leyendo. No podía prestar atención a aquellas letras escritas. Pensaba que deberían de hablar sobre su incomunicación, sobre sus silencios. Y que debería de ser ella quien le confesara sus carencias, sus necesidades, ya que él no parecía darse cuenta de que el tiempo pasaba y cada vez estaban más distanciados.
Alzó su vista para hablarle, pero le vio de nuevo ensimismado como siempre, leyendo sus trabajos. Faltaban aún un par de horas para cenar y sentarse enfrente de Frank, quizás entonces sería mejor momento para hablar. Lo cierto es que le aterraba esa conversación pendiente con Frank. Temía que él terminara confesándola que no la amaba y por eso postergaba infinitamente aquella charla.
Intentó de nuevo concentrar su atención en la lectura del libro.
Frank, adormecido, alza su vista cuando Andrea se sienta en el sofá.
En su mente aún vaga el recuerdo de un breve sueño, en el que yacía con ella, en la cama. En sus labios un ligero, inexplicable e imposible sabor a miel que le hace evocar tiempos pasados. Frank recuerda de un modo fugaz aquel lejano viaje a La Habana. Sus brindis nocturnos con ron y los masajes con miel en la habitación del hotel.
Era su secreto e íntimo juego.
Piensa que Andrea está muy bonita con aquel vestido azul y que ya nunca hablaban sobre ellos. También piensa que ya había pasado demasiado tiempo desde aquella lejana noche que hicieron el amor, quizás luego en la cena le haría algún comentario, quizás…
Tic-Tac. El viejo reloj de cucú seguía marcando las horas inexorablemente.
Andrea pensó que faltaba menos para que llegara el día siguiente, y su hora de la siesta.
Tic- Tac.

Tic - Tac (II)

Pero él parecía renunciar a vivir sus sentimientos, controlaba sus emociones y en demasiadas ocasiones se mostraba distante y ajeno a la relación hasta hacer sentir a Andrea que tan sólo era un adorno más en su perfecta vida.
Hasta hacerle cuestionarse en secreto, demasiadas veces, si realmente estaba enamorado de ella o si simplemente era una muñeca desechable, prescindible o sustituible por otra. El tiempo iba pasando y él no parecía querer adquirir más compromisos con Andrea. Compromisos del alma, de los que se viven puertas adentro, fuera de convencionalismos sociales. Faltaban demasiadas palabras. Había demasiados huecos llenos de silencios.
Frank no mimaba aquel, su amor, parecía pensar que no necesitaba cuidados aquella relación, y no se daba cuenta que Andrea iba languideciendo de soledad.
Ese tipo de soledad que se respira, que invade el alma de pena ahogando el llanto, sin lágrimas. Que te hace percibir que habrá muchos otros momentos de tristeza, de alejamientos, ese tipo de soledad que te hace sentir mal aunque estés acompañado de gente porque sabes que no tienes a tu otra mitad. Esa soledad que te advierte a gritos desde el fondo del corazón que siempre será así, no hay posibilidad de cambios, ni de segundas oportunidades ni de planes compartidos. Gritos que te alientan a huir y escapar de una relación abocada a la ruptura. Ese tipo de soledad.
Poco a poco ella consiguió dejar de manifestarle sus emociones. Dejó de necesitarle como antaño. Temía demasiado llegar a sufrir y rehusaba dejarse vencer por aquella tristeza que cada día al despertar de la siesta la embargaba, tras comprobar que una vez más, su amor sólo había sido un sueño.
Y asi fue como el silencio presidió sus vidas coronando su existencia. Como un imparable río de tristeza, con caudal de desamor, fue dejando desbocarse sus desesperanzados afluentes en cada frase, en cada conversación, en cada mirada. Callando la amargura, callando aquella necesidad el uno del otro. Sus escasas charlas se convirtieron en intrascendentes. Los temas triviales y las sonrisas absurdas enmascararon las voces de sus almas.
Y ellos, que habían sido uno, volvieron a ser dos.
Tras vestirse, Andrea vuelve a ir al salón, intentando apartar de su mente todos aquellos pensamientos que una tarde más la abruman. Siente cómo la agobia la misma angustia, la misma desazón. Pero se siente impotente. No sabe cómo solucionar aquella situación.
Frank sigue en el mismo sillón. Parece adormecido. Ha debido estar dos horas leyendo. Absorto en su mundo de proyectos científicos y experimentos. Sus mismas revistas de siempre, en inglés. Tan técnicas. Tan específicas.
Al principio hablaba de sus proyectos a Andrea. Compartía con ella su entusiasmo por la ciencia. La hacía participe de los discursos que preparaba para las Jornadas y Congresos donde asistía como ponente.
Un éxito en el laboratorio era festejado en casa, con vino y cena especial.
Andrea le acompañaba en sus viajes…, al principio. Locas escapadas, imprevistas. Hoteles en el extranjero. Como aquella vez que le siguió hasta La Habana. Ella paseaba o iba de compras por mercadillos tras tomar el sol en la piscina del hotel, mientras esperaba que Frank terminara su ponencia o charla.
Andrea llegaba a última hora, se situaba al final de la Sala de Congresos, justo a tiempo de ver cómo aquellos viejos profesores le aplaudían y admiraban. Después se zambullían una vez más, ajenos a todo, en aquel pequeño universo de su amor.
Ya no recordaba en qué preciso momento sucedió: La apatía se instaló entre los dos. Dejaron de hablar, de compartir, de soñar juntos. Ella ya no se mostraba contrariada si él no la invitaba en sus viajes. Dejó de pedirle explicaciones. Dejó de interrogarle. De suplicarle. De decirle que le añoraba y no entendía su distanciamiento.
Dejó de luchar por compartir ese tiempo con él.
Prefirió callar. Esperar lo inesperado hasta llegar a sentirse tan excluida de su vida, que su desesperanza se cubrió con un manto de resignación.
El tiempo fue pasando, Frank se acostumbró a ir solo y dejar a Andrea en la casa.
Era como si trabajo y viajes formaran parte de un mundo donde Andrea jamás volvería a tener un lugar.
Ella empezó a forjar planes con otras personas: amigas y antiguas compañeras del trabajo intentando encontrar su propio lugar, lejos de Frank.
Cualquier excusa era admisible para evadirse de su propia vida. En aquellos días aceptaba cualquier invitación que durante unas horas la absorbiera de su propio mundo de pensamientos.
Paralelamente a sus salidas, Andrea dejó de preguntar y de interesarse por los proyectos de Frank. Dejó de intervenir en aquella vida en la que ella no tenía cabida y de la que él la había excluido. Simplemente, voluntariamente…, se apartó. Pensó que podría ser feliz estando al margen, que no dejaría que aquello la afectara en sus sentimientos y que sería capaz de sobrellevar la situación. Pero se equivocó. Fue el principio del fin de su amor.
Porque el amor vive de ilusiones, de esperanzas, de proyectos, de planes… Aunque no se realicen luego. Pero es tan bello soñar y fantasear… Si matas la posibilidad de soñar matas el amor, porque es su esencia.
No se puede vivir un amor sin tener sueños o ilusiones porque se termina buscándolos en otro lugar, en otro país…, otra cara, otras manos, otros ojos que hagan renacer esa chispa de ilusión y alimente de nuevo los sueños.
Los sueños rotos condenan al amor a convertirse en una farsa. Farsa de sexo, de convencionalismos, hipocresía. Farsa.

Tic - Tac (I)

Tic-Tac. Hora de la siesta. Las agujas del viejo reloj de cucú del salón oscilan entre la rabia y el desamor, entre el desdén y el olvido. Es hora de soñar. Es hora de olvidar.
Y Andrea se dirige hasta su habitación, como todas las tardes, deseosa de abandonarse a ese mundo de sueños donde la realidad es pesadilla, donde su mundo real no existe.
Son las cuatro de la tarde. Programa la alarma del despertador a las seis. Se despoja de su vestido azul y deshace muy despacio la cama.
Oculta en su mesita de noche tiene una botellita de ron, recuerdo de su inolvidable viaje a La Habana. Bebe un pequeño sorbo y se acuesta en la cama con aquel sabor impregnando el cielo de su boca.
Era todo cuanto necesitaba hacer para iniciar aquel mágico ritual. Los ojos entornados y ese denso dulzor que la embarga lentamente sumiéndola en un paseo, andando esta vez de puntillas entre nubes de algodón.
Sintió en sus mejillas un tenue beso y unos labios que quédamente paseaban por sus párpados. Era él, de nuevo él, quien la despertaba.
Sonrió mientras abría los ojos adivinando aquellos otros ojos que con tanto amor la miraban.
- Andrea, Andrea, cariño…, ya es la hora de despertar - Susurró Frank inclinándose a su lado.
- Si, Frank… - contestó perezosamente ella liberando aquel sopor que seguía teniéndola presa entre nubes de algodón.
Luego le abrazó. Sus manos se enlazaron en la nuca de él, ampliando su sonrisa, feliz de tenerle allí, una tarde más.
Frank deslizó su mano por la mejilla de Andrea. Tan sólo esa caricia era suficiente para hacerla estremecer. Había tanto deseo, pasión, amor entre ellos.
- Te añoraba Frank, no sabes cuanto te añoraba…
- Lo sé, lo sé, te recompensaré - respondió él mientras con su dedo índice intentaba acallar su voz, silenciando aquellos lamentos en la boca de Andrea.
Andrea notó una familiar dulzura en el dedo de Frank que en círculos recorría sus labios. Era miel.
Frank siguió acariciando sus labios con su dedo impregnado de miel, dejando que Andrea le lamiera y chupara con fruición, para luego fundirse en un beso, empalagoso, intenso, apasionado… Con sabor a miel.
Tic- Tac, las agujas del reloj siguen oscilando entre los minutos, las horas…
Se aman.
Besos perdidos entre las sábanas, caricias de amantes, palabras de amor… Cabellos revueltos, jadeantes, empapados de sudor. Gemidos de placer hasta llegar a sentir como un solo ser.
- Quiéreme Frank, y no te canses jamás de repetírmelo - suplica Andrea.
- Te quiero Andrea - le responde él mientras le aparta un rubio mechón de su cara y sigue mirándola, pensando que no se cansaría jamás de contemplar a aquella encantadora mujer.
Sonríen. Charlan. Comparten planes. Hablan de viajes. De vacaciones. Se plantean su futuro. Hablan de sus sentimientos, se confiesan que son el uno para el otro y se pierden casi sin querer, de nuevo enredados en sus palabras, en más caricias y besos. Se sienten felices porque saben que quedan muchos momentos por vivir, por sentir… Juntos.
Tic-Tac. Tic- Tac. El despertador suena implacablemente a las seis con su desagradable alarma martilleando y rompiendo los sueños en mil fragmentos.
Y Andrea abre los ojos muy despacio, negándose a despertar, una tarde más.
Por la persiana entreabierta se filtran hilillos de luz. Poco a poco habitúa sus ojos a esa escasa claridad. Está sola en la habitación.
Con desgana se levanta de la cama. Enciende la luz. Cubre su desnudez con el vestido azul.
Se observa en el espejo. Pausadamente se mira, coqueta, se da la vuelta e intenta conseguir verse con el rabillo del ojo.
Sonríe, intenta devolverse a sí misma con esa sonrisa toda la dignidad perdida en aquellos últimos meses de hiel, de desamor, de odio, de rabia callada.
Pensamientos que se ocultan y se tiñen de desesperanza. Sentimientos que yacen adormecidos en el fondo de tanta amargura.
Sonríe, sonríe - le exige la mujer del espejo.
Andrea no se ha permitido nunca llorar en aquellos oscuros meses, sumida en la desidia de una vida gris sin ilusiones. Necesitaba sentir que el amor de nuevo coloreaba su vida, con matices de pasión e ilusión. Pinceladas de esperanza que la hicieran resurgir como la mujer enamorada que un día fue.
Sabía que amaba a Frank, era incapaz de pensar en dejarle, y seguir así, como hasta entonces, ya no la hacía feliz. Era incapaz de afrontar los siguientes días y meses, sumida en aquella lenta agonía.
Se sentía atrapada, esclava de sus sentimientos por él y al mismo tiempo infeliz porque Frank no parecía corresponderla, al menos como ella deseaba sentirle: un hombre entregado, enamorado, deseoso de compartir su tiempo con ella, orgulloso de su amor...
Andrea pensaba que lo que habían descubierto años atrás, cuando se conocieron, era Amor. Con mayúsculas. Amor. Ser capaces de sentirse felices tan sólo por tenerse el uno al otro. Sentir que no había suficiente tiempo en el mundo para compartir tantos momentos y vivir juntos su complicidad. Era la sencillez de la magia del amor salpicando sus vidas.

Playa de Estrellas

En la playa de las estrellas
Aquella noche la inmensa luna brillaba con especial fulgor sobre el mar , bañando con besos plateados las olas y meciendo el silencio con murmullos de viento.
Arrullados en la arena unos amantes daban la espalda al mundo envueltos en su universo de besos y caricias y esperaban a que el reloj marcará las doce para prolongar aquel tiempo de pasión dentro del agua.
Era la noche de San Juan y habían logrado llegar por un angosto camino a la desértica playa que durante los días anteriores habían estado buscando, sumergiéndose en planos virtuales y fotos de internét y preguntando a los vecinos del pueblo costero donde habían pasado unos días de descanso.
Sus breves vacaciones en la isla iban a tener aquel especial colofón compartiendo la mágica noche en la playa de la Estrella.
Las viejas leyendas del lugar hablaban de ese solitario rincón donde reinaba la naturaleza salvajemente y se podía dialogar con el universo sabiendo que los deseos eran concedidos.
Y en aquella noche de inicios de verano habían deseado probar su suerte y saber si había algo de verdad en los viejos cuentos que algunos isleños les habían contado.
Tenían tantos deseos por formular que no dudaron en encaminarse hacía esa playa.
Era necesario recorrer durante varios kilómetros los bordes de los acantilados para poder acceder al sendero que conducía a la playa.
Habían aparcado su coche y habían proseguido su viaje, cargando con la cesta que contenía la cena y con las toallas. Tuvieron que llegar hasta el final de las rocas del desfiladero, para lograr pasar a través de una abertura en la piedra y acceder al idílico paraje.
Ante ellos la playa de las Estrellas les mostraba todo su encanto y esplendor convirtiéndose en un improvisado paraíso para su amor.
No había nadie más en la playa. Sonrieron los dos, cómplices en sus pensamientos.
Se tumbaron en la blanca arena, improvisada cama donde retozar y Él la desnudo lentamente, deslizando su lengua al compás de aquel libre recorrido por su piel.
Ella estremecida de gozo, se dejaba hacer y le despojaba a Él, a su vez, delicadamente de su ropa.
Sus ojos se decían todas las palabras que los labios acallaban mientras se fundían en un solo ser.
Sonó la alarma del móvil marcando las doce . Se levantaron. Desnudos y cogidos de la mano se dirigieron hacia las calmadas aguas del mar que parecía esperarles tendiéndoles sus olas, como una danzante alfombra que acurrucaba sus pasos.
Siete olas bañaron sus pies y formularon al unísono su deseo.
En la arena quedó la cesta con los bocadillos para la cena y las toallas que jamás desplegaron aquellos amantes.
El escenario quedo vacío de actores. Dos nuevas estrellas en el firmamento brillaban con enigmático esplendor. A su alrededor las otras estrellas las arropaban con su luz.
Su deseo había sido concedido, su amor sin fin quedo suspendido en el cielo para toda la eternidad.

El crucero (IV)

Era vivir una mentira. Pero no había otra opción.
Yo era incapaz de sacar adelante a un niño sin la figura de un padre.
Ramiro no estaría a su lado.
La vida era así. Nos daba un regalo, un nexo de unión para siempre. Al mismo tiempo nos condenaba a la separación.
Nuestros encuentros fueron espaciándose. Mis visitas al ginecólogo, acompañándome mi marido, las compras de la canastilla, la gimnasia pre-parto. Los días pasaron rápidamente, a veces ni siquiera recordaba que el fruto de mi vientre no pertenecía a mi marido.
Por la noche en el sofá me acariciaba la barriguita, las primeras pataditas del bebé, mis mareos. Siempre estaba mi marido al lado.
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Una tarde, mientras paseábamos, coincidimos con Ramiro y su mujer.
Él llevaba el carro de su recién nacido, su mujer llevaba a su hijo mayor de la mano.
Sonreían. Parecían felices. Eran felices.
Mi marido me abrazaba, me sentía pesada al caminar y me apoyaba en él.
Intercambiamos unas frases triviales de saludo.
Apenas nos miramos a los ojos Ramiro y yo.
De repente era un extraño, era un conocido del trabajo que nada tenía que ver con el bebé que llevaba en mí.
Cuando nos alejamos de ellos mi marido me dijo:
- Algún día pasearemos como ellos, con un carrito y un niño de la mano -
Sonreí imaginando.
Me imaginé así, feliz, sin complicaciones, con esos futuros niños que serian míos.
No quise ya pensar en todo lo que jamás tendría junto a Ramiro.
Era tiempo de olvidar aquel crucero en el que un día embarcamos.
Era tiempo de olvidar las olas que mecieron nuestro amor. Las tardes al sol.
Los días nublados.
La marea, la tempestad.
Era tiempo de seguir paseando por el camino del olvido.
El crucero de pasión había llegado a su puerto, era tiempo del adiós.

El crucero (III)

Tras aquel día hubo otros muchos días.
Nos veíamos en su casa o en la mía.
Sé que nos arriesgábamos a que nos descubrieran. Pero nada nos importaba.
Me pasaba las tardes en casa esperando su llamada, el momento que él tenía libre para llamarme y concertar una cita.
Luego su indiferencia en el trabajo.
Cuando estábamos juntos intentaba adivinar sus pensamientos, le preguntaba y él siempre respondía lo mismo.
Tenía una mujer. Tenía un hijo. Se debía a su familia. Jamás se plantearía enamorarse de mí.
Pero allí estaba haciéndome el amor. Haciéndome suya.
Me sentía feliz a su lado, pero cuando él se marchaba lloraba como una desgraciada.
Ante él me hacía la dura. Le decía que aunque yo no tenía hijos mi marido me daba una estabilidad a la que no podía renunciar. Que jamás iba a cambiar esa vida.
Pero cada vez me costaba más cumplir como esposa.
Se lo contaba a Ramiro y me reñía , él quería que estuviera con mi marido, él quería que no sintiera nada, ningún apego hacía él, ni hacía aquella relación que habíamos iniciado como amantes.
Poco a poco, irremediablemente, yo iba enamorándome de Ramiro.
Le echaba de menos. Pronunciaba su nombre en silencio tan sólo para bañarme de la tibieza que aquellas letras evocaban en mi.
Fueron espaciándose nuestros encuentros. A veces sólo estabamos juntos una vez a la semana.
Tardes de soledad dando vueltas a los recuerdos.
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Llegó el verano, las vacaciones, no sabía si podría resistir estar tanto tiempo sin verle.
Y entonces sucedió lo inesperado. Aquél hecho imprevisto que nos separó, como la hoz separa el trigo de la tierra. De cuajo nuestras ilusiones fueron arrancadas.
Su mujer estaba nuevamente embarazada.
Ramiro me lo contó llorando. Ella había estado un tiempo deprimida y al parecer le presionaba con el tema de tener otro hijo.
Yo nunca había querido pensar que él seguía manteniendo relaciones con su mujer. Resultaba obvio que lo hacía, e insistía en que yo mantuviera una vida normal con mi marido.
Pero aún así me seguía forjando ilusiones.
Sin embargo, un embarazo rompía toda ilusión en mi de iniciar una nueva vida juntos.
Un bebé le ataría mucho, le ilusionaría, le volvería a vincular fuertemente con su mujer.
Me sentí desolada tras aquel día.
Creía haberle perdido para siempre.
Él y su empeño en no enamorarse de mí. Sus principios y obligaciones como padre de familia.
Yo no sabía qué hacer. Cada vez postergaba más y más los encuentros con mi marido, lo cual hacía que nuestra relación también estuviera algo dañada ante tantas negativas y excusas mías.
Fue un verano terrible. Estuve sola.
Sola de pensamiento. Sola. Pensando que ante mí se extendía la nada. Que aquella relación había finalizado para siempre.
Tras el verano todo cambió.
Ramiro volvió de sus vacaciones echándome de menos.
En aquellos días de ausencia supo que se había enamorado de mí.
Él, quien todo lo controlaba, descubría su dependencia hacía mi.
Reanudamos el idilio. Con más fuerza. Con más ímpetu. Con más ilusión si cabe.
Ramiro repetía una y otra vez que no creía aquel cambio que yo había obrado en él. Que jamás hubiese pensado que yo lograra que me enamorara de él.
Yo me sentía feliz por aquellas palabras. Todos mis sueños hechos realidad.
Y me sentía triste, porque sabia que seguiría atado a su familia, el bebé estaba a punto de nacer.
Sin embargo, nada cambió con el nacimiento.
Seguimos viéndonos. Seguimos amándonos. Seguimos necesitándonos.
Él me necesitaba mucho. Planificábamos nuestra vida, aquella vida paralela que parecíamos condenados a sufrir. Viviendo cada uno con su pareja. Amándonos furtivamente. Sabiéndonos uno del otro.
A veces me sorprendía mostrándome ante él tan fuerte cuando en su desesperación lloraba por mí. Lloraba por no tenerme. Por imaginarme y no estar a su lado.
Jamás le plantee el tema de la separación. Jamás hablábamos de esa posibilidad.
Alguna vez, que Ramiro mencionó un hipotético futuro estando juntos, ni siquiera seguí la conversación.
Yo no quería ilusionarme.
Entonces de nuevo el destino actuó como artista no invitado en aquella función.
Tuve un retraso. Me sentía feliz de pensar que nuestro amor había culminado en un hijo. Temía su reacción. Sin embargo desee estar embarazada.
Ramiro me abrazó, me besó.
Dijo que aquel hijo nos uniría para siempre, sin embargo un halo de tristeza recorría su rostro cuando pensaba que sería otro quien le educaría.
Los dos asumimos que ese hijo legalmente sería de mi marido.

El crucero (II)

Llegamos al portal de mi casa. Entonces hablaste.
- Elena, ha estado muy bien, pero es mejor que lo olvidemos. Ambos estamos casados, no podemos arriesgarnos a iniciar una aventura o algo así. Tengo un hijo... - Tu voz sonó trémula al pronunciar aquellas palabras que rompían la magia de la noche.
Mi voz sonó enfadada al responderte, aunque quise aparentar frialdad.
- No te preocupes. Ha estado bien, pero no quiero mantener una doble vida ni nada así.
Adiós Ramiro -
Bajé del coche dando un portazo.
Me sentía tremendamente enfadada conmigo misma. Con él.
Pensé en su poca delicadeza. Bueno, mejor así que descubrir al día siguiente, en el trabajo, que ya no querías saber nada de mí, o que evitabas saludarme o encontrarme.
Mejor así.
Intenté no hacer mucho ruido al entrar a la habitación, mi marido dormía, pero se removió susurrando unas palabras ininteligibles y siguió durmiendo.
Le di un beso con ternura al acostarme.
¿Qué había hecho?
Jamás había sido infiel. No estaba enamorada de mi marido. Creo que no lo estuve nunca. Era un buen amigo. Un buen compañero. Pero no sentía amor.
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Yo renuncié al amor hace años, cuando mi primer novio me dejó.
Creí no superar tanto dolor. Creí morirme. Años de mi vida dedicados a él.
Estudiamos juntos. Primero en el instituto, luego en la Universidad.
Toda mi vida a su lado hasta que un día dijo que no me quería.
Hasta que un día mi vida se derrumbó.
Mis padres estaban tan preocupados por si hacía alguna tontería. De hecho alguna hice. Tomé pastillas deseando morir. Intenté nadar sin rumbo en el mar. Abandonarme a las olas hasta mi extenuación.
Pero seguía viva. Con aquel pensamiento taladrando mi ser.
Estaba sola. No me amaba ya.
Mi marido fue en aquellos tiempos mi amigo. Horrorizado por el modo en que me abandonó mi primer amor, que también era su amigo, se volcó en mi.
Me apoyó. Me dio estabilidad emocional. Se enamoró de mí.
Nos casamos.
Pero jamás le había amado. Jamás había vuelto a sentir.
Y ahora acababa de acostarme con un compañero de trabajo.
¿Por qué? ¿Para qué? Me había dejado llevar por un impulso. Por coquetería. Por saberme viva. Por ser capaz de sentir, de dejarme llevar.
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Los días pasaron lentamente, intentaba no recordar aquella noche pero veía a Ramiro cada día.
Entraba a mi despacho, nos cruzábamos por el pasillo. Algo en mi me impulsaba a pensar en él y renunciar a olvidar aquella noche.
Una tarde entró en mi despacho, no habíamos vuelto a hablar desde aquella noche. Mis compañeros no estaban, me encontré de nuevo sola frente a aquel hombre que me desarbolaba. Que me podía.
- Elena, quiero que hablemos -
Muy seria le dije que le escuchaba.
- He estado pensando en lo de la otra noche. Una y otra vez. No puedo dejar de pensar en ello y desearía saber qué piensas tú -
Se aproximó a mí lentamente y tomó mi mano.
Me levanté mirándole a los ojos y, sin saber cómo, nos besamos otra vez.
Allí estaba de nuevo yo, abrazada a aquel hombre, sin importarme nada.
Hicimos el amor en el despacho. Con locura. Con pasión.
Nada nos importaba en aquellos momentos.

El crucero (I)

Paseando por el camino del olvido cualquier sendero me alejará de ti. Y sigo vagando por mis recuerdos, intentando recordar todos aquellos pequeños momentos que vivimos, sigo recordando tu sonrisa, tus palabras, tus abrazos, tus besos.
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Y recuerdo aquella fiesta, aquella boda en la que todo empezó entre nosotros. O quizás fue el principio de un fin.
Era un compañero de trabajo quien nos invitó, allí nos encontramos tu y yo. Sin tu mujer, sin mi marido.
Durante todo el banquete nuestras miradas se cruzaron una y otra vez, y cuando la orquesta empezó a tocar, tú me pediste bailar. Bromeando me levanté de mi silla, tú jugabas a ser un galán y yo tu bailarina.
Era un pasodoble, pero sentí la calidez de tu abrazo. Tú me acercabas a ti, tu aliento estaba cerca de mi cuello al hablar. Sonreímos los dos. Y bailamos. Y nos miramos. Durante unos segundos sólo estábamos tú y yo.
Mi corazón palpitaba con fuerza. Era el baile. Era la música. Era el renacer .
Estuvimos danzando en la pista de baile hasta que, extenuados, nos acercamos a la barra, pediste bebida para mí y nos sentamos de nuevo en la mesa.
Ya no éramos dos compañeros de trabajo. Éramos un hombre y una mujer.
Tus ojos paseaban por mi cuerpo, mis ojos chispeaban de ilusión.
Me sentía coqueta ante tí. Modulaba cada palabra intentando impregnarla de aquel nuevo sentimiento que iba creciendo en mí.
Era deseo. Era vanidad. Era sentirme viva.
Seguimos conversando durante horas hasta que la fiesta empezó a decaer, y la gente empezó a tomar sus abrigos y a despedirse.
Tu y yo parecíamos no querer salir de la burbuja que aquella noche habíamos inventado sólo para nosotros, fuimos remolones en abandonar nuestras sillas, fuimos remolones al despedirnos de los novios. Y remoloneando salimos al parking.
- ¿Te llevo? - Dijiste.
Y yo asentí sonriendo.
No era una mujer casada en aquellos momentos, era una adolescente que se sentía dichosa de que la acompañaran a su casa.
Seguimos conversando de trivialidades durante el trayecto de vuelta a la ciudad, hasta que tú me preguntaste si no me apetecía pasear por la playa.
Yo no tenía sueño, así que me pareció una buena idea demorar esa vuelta a la realidad de nuestras vidas.
Hacía mucho frío, las palmeras lanzaban murmullos ante nuestro paso, el viento las golpeaba con furia.
Seguimos andando por aquel paseo, casi sin hablar, observando el mar, la luna reflejada en el agua, silenciosos ante aquella soledad.
Sugeriste volver al coche y te dije que sí, tenía mucho frío.
En el coche, mientras me mirabas en silencio, abrí el regalo con el que me había obsequiado la madrina de la boda. Era una cajita de bombones.
- ¿Quieres? - Te ofrecí, mostrándote la caja.
Asentiste como un niño goloso y deposité un bombón en tu boca.
Tu cogiste otro bombón y me dijiste que cerrara los ojos.
Y entonces llegó la primera sorpresa. Aunque he de confesar que no me sorprendí.
Noté la tibieza de tus labios en mi boca, y nos besamos.
Delicadamente. Con fiereza. Dulcemente. Apasionadamente.
Nos besamos. Nos dejamos arrastrar por un torbellino de sensaciones
Nada más existía en aquellos momentos.
Recuerdo tu sabor a chocolate. Recuerdo mi abandono a tí.
Tus brazos tomaron mi cuerpo. Me abrazaste con furia. Me abrazaste. Te abracé.
Tus manos recorrían mi escote una y otra vez, rodeabas mi cintura, no pensaba en nada, sólo en el sabor de tu boca, en el palpitar de tu corazón.
Me despojaste de mi abrigo.
- ¡Dios, eres preciosa, Elena! - Exclamaste con voz ronca.
Tus ojos brillaban de deseo. Yo no quería pensar.
Volviste a besarme con mucha dulzura, muy despacito, y yo lentamente desabroché tu camisa. Te acaricié el pecho, jugueteando con tu vello.
Redescubriéndome, en un coche, una noche a la luz de la luna, me entregué a tí.
Sentí. Amé. Lloré de felicidad.
Hubiese querido despertar a tu lado al día siguiente, olvidando dónde estábamos.
Empezaste a vestirte en silencio, yo volví a abrocharme el abrigo.
Me miré al espejo, me peiné. Me miraba intentando saber qué mujer era aquella que acababa de ser infiel. Era una desconocida. Era una extraña.
Éramos compañeros de trabajo, íbamos a vernos el resto de días, no sabía cómo afrontar aquello, ni qué iba a suceder.
Regresamos en silencio a la ciudad. Imaginaba que tus pensamientos eran los mismos que los míos. Pero no me atrevía a preguntar.

Abismo de sueños (II)

Y la voz susurraba en su oído que estuviera tranquila, pero seguía sin poder verle a pesar de que sentía el tacto de unas delicadas manos recorriendo su cuerpo sin pudor.
Aquella calidez en su cuello, aquellas invisibles caricias que masajeaban su nuca y sus hombros.
Seguía sin sentir miedo, pero cada vez se abandonaba más a aquella inusual forma de placer.
La voz, las palabras…, cada letra recorría su piel besándola lentamente y dejando un invisible rastro de deseo.
Su voluntad estaba ya lejos de aquella habitación y todo su ser se entregaba a aquel desconocido, que ya no era sólo una voz.
Era una presencia que la subyugaba…
No podía ya preguntar nada, sólo dejarse llevar por aquellas caricias que su cuerpo ansioso esperaba para alimentarse.
Podía sentir cómo fluía su sangre, que desbocada llegaba a su corazón y hacía latir su sexo con aquella fuerza.
- ¿Quién eres? - preguntó en un susurro.
Pero la voz siguió jadeando en su oído, torturándola de placer porque su cuerpo ya sólo deseaba fundirse en aquella voz, sólo deseaba que la envolviera de palabras y no pensar en nada más.
Y entonces sucedió.
La voz besó sus labios y respiró su aliento. Se fundieron en un solo ser y tomó su cuerpo.
Durante unos minutos todos sus sueños desfilaron en su mente como una vieja película del Nodo saturándola de recuerdos y momentos perdidos.
Lloró, sonrió. Suspiró de nostalgia, muda espectadora de su propia vida.
Y en las paredes de la habitación metálica su propia vida eclosionó, reflejada en miles de espejos que una y otra vez le devolvían la misma imagen.
Era ella despidiendo a Kaleb en aquel aeropuerto, el sábado que se fue.
Y supo que debía de haber tomado también aquel avión pero ya era tarde.
Y ahora ya no era la dueña de su cuerpo, ni de su vida.
Seguía retumbando en su mente la voz metálica apagando todos sus recuerdos e impidiéndole pensar.
Pronto ya no tuvo recuerdos ni identidad.
Y cada noche se sentaba ante aquel ordenador olvidando su día a día.
La voz metálica volvía a enredarse en su mente y a borrar cada pensamiento, cada sombra de dudas, de infelicidad.
Y su corazón era vaciado de miedos y de alegrías.
Dejó de sufrir por la ausencia de Kaleb y de esperar noticias de Él.
Había olvidado quién era Kaleb, había olvidado quién era ella.
Y noche tras noche, tras encender su ordenador, volvía a visitar aquella habitación metálica esperando que la Voz apareciera en cualquier momento y la transportara a otros lugares.
Algunas noches la Voz la llevaba a lúgubres y sombrías habitaciones donde le permitía asomarse a una enorme cristalera, y desde donde se divisaba un pequeño jardín.
Las plantas y flores parecían crecer de un modo salvaje, disputándose la escasa luz que entraba por una pequeña claraboya.
A veces la Voz la llevaba hasta una cala recóndita, donde podía apreciar el furor de las olas al golpear las rocas mientras la serena luna iluminaba el solitario paraje.
Y entonces sentía que de nuevo estaba viva, mientras el viento azotaba su tez que despertaba ante aquellas frías caricias, lentamente despertaba, cómo si de una sonámbula se tratara, pero entonces la Voz la empujaba hasta el borde del acantilado meciéndola entre sus invisibles brazos, y de nuevo el temor se apoderaba de ella sumiéndola en su mundo de sueños sin apenas tener tiempo de preguntarle a la Voz qué era lo que le estaba sucediendo.
Y aquellos pocos minutos de lucidez se tornaban de nuevo en oscuros presagios.
Otras noches la Voz la conducía hasta una pequeña celda donde era mortificada con insultos, palabras que la herían y la hacían sentir más desvalida y humillada, procedentes de otras voces metálicas, mientras un látigo chasqueaba en el suelo atemorizándola y sumiéndola en un auténtico pavor de ser abandonada en aquella pequeña mazmorra.
Sin embargo, jamás recibió ninguna herida en su piel. Cada noche la Voz se erigía en su salvador susurrándole al oído palabras que la reconfortaban y le hacían sentir segura en aquel océano de pavor.
Su único pensamiento era que no debía contrariar en nada a la Voz para que jamás la abandonara en alguno de aquellos temibles lugares que inexorablemente recorría cuando la luna presidía el cielo.
Ya nada sentía, envuelta por aquellos miedos que la sumían en una eterna desolación.
Y sus sueños la abocaban una y otra vez a aquellas desdichadas escenas, donde aterrorizada era incapaz de diseñar su futuro. Nada existía ya.
El día y la noche se fundieron en su mente y un abismo de sueños rotos llenó de negrura su vida.
Y así fue como su alma se convirtió lentamente en un amasijo de metal invadida por la Voz, que noche tras noche asaltaba su cuerpo y su espíritu. Y ya no recordaba su nombre, tan sólo el apodo con el que entraba al chat era su identidad: “Desencantada”.
Seguía viviendo en aquel mundo irreal, sumergiéndose en aquellas conversaciones, y olvidando todo de sí misma, hasta que una noche, en que la voz metálica pareció olvidar su diaria cita, sin saber qué hacer para que el tiempo pasara más rápido, se le ocurrió abrir de nuevo su correo y entonces su corazón palpitó con fuerza.
Un chispazo de vida, una sacudida hecha de recuerdos dormidos. Una espiral de vivencias que parecían conducirla al punto de partida como si un tornado hubiese asomado en aquella habitación y se hubiese llevado todos aquellos negros meses para limpiar la estancia y dejarla allí sola, sentada en aquella silla, frente al ordenador. De nuevo dueña de sus actos.
Había recibido un mail de Kaleb
Despertó de su terrible ensoñación, volviendo lentamente de una pesadilla en tierras yermas y áridas.
Leyó con avidez aquellas líneas mientras una sonrisa afloraba en su boca. Su futuro estaba allí perfilado. Ya no estaban lejos el uno del otro. Él volvía a estar allí.
Volvería a tener la oportunidad de tomar aquel avión.
No iba a responderle aquella noche. Necesitaba reposar sus ideas y llenarse de aquella inesperada alegría. Desconectó su ordenador, se dirigió a su habitación y, como una niña feliz, se acostó en su cama dejándose arropar por la calidez de las sábanas y abrazando su almohada. “Desencantada” murió aquella noche en la habitación metálica. La Voz no volvió a hablarle ni susurrarle palabras quedas al oído.
Y el abismo de sus sueños dejó de asustarla.

Abismo de sueños (I)

Era ya tarde pero ella aún no deseaba visitar el país de los sueños.
Se sentó frente a la pantalla de su ordenador y, tras conectarlo, dejó que su mente volara libre.
Revisó los correos electrónicos que había recibido aquel día y contestó a un par de ellos. Una sombra de pena se asomó a su corazón porque, un día más, Kaleb no la había escrito.
Debía de empezar a aprender que todo había terminado entre ellos.
Él la había olvidado, la había relegado a un viejo cajón de recuerdos junto con las fotografías en las que ambos sonreían, en un tiempo pasado, cuando eran felices juntos.
Kaleb había preferido aceptar aquel trabajo y confinarse en un pequeño país al otro lado del mundo. Había sido su decisión abandonarla.
Dio un vistazo al tablón de anuncios de la web de la universidad a distancia donde estaba cursando sus estudios, no tenía ganas de intervenir en ningún foro.
En otra ventana tenía minimizada una web de viajes donde podía calcular rutas y trayectos planeando ese viaje que a la llegada de sus vacaciones se permitiría efectuar.
Quizás con las vacaciones lograría olvidar…
Conectó el Messenger esperando encontrar a alguna de sus queridas amigas para poder conversar un rato, pero aquella noche no parecía estar ninguna disponible. Ni siquiera las “transoceánicas” estaban conectadas.
Hacía tiempo que no entraba a un chat y pensó que aquella era su noche.
Se “vistió” con un bonito nick, esos apodos absurdos que utiliza la gente para ocultar su identidad, y entró a una sala de gente de su edad esperando encontrar a alguien con quien charlar, quizás de un modo trivial. Eligió como nick “Desencantada”.
Tan sólo pretendía dejar transcurrir el tiempo, aquella noche se negaba a acostarse tan temprano.
No quería permitir que los pensamientos y nervios del día se colaran en su cama y le impidieran dormir con sosiego.
Necesitaba evadirse, hablar con alguien, con un desconocido, que durante unos minutos se convirtiera en su confidente.
Deseaba abrir su alma esa noche y no sentirse tan sola.
No quería contemplar el abismo de soledad que amenazaba con inmensa negrura su vida.
Quería hablar sin tapujos, desnudando sus penas, su tristeza, sin enmascarar ninguna palabra.
Pronto encontró un interlocutor válido que parecía huir de las estereotipadas frases del chat.
Quizás era ese alguien especial que necesitaba…, sólo por aquella noche.
Fue desgranándole lentamente su estado de ánimo, dejándose acunar por los consejos de aquel desconocido cómplice de soledades.
Pudo ir sintiéndose cada vez más libre para hablar y expresar lo que sentía, de un modo apasionado describía en breves líneas su vida…
Sabía que aquel desconocido estaba leyéndola con suma atención y las letras fluían de su teclado deseando retener aquella mirada que intuía al otro lado de la pantalla leyendo con avidez sus pensamientos y sentimientos y devorando con fruición sus sueños.
No quiso preguntarle nada ni saber su edad.
No quería que se convirtiera en nadie real, y se sentía así más libre para contarle todas las tristezas que albergaba en el fondo de su corazón.
Su corazón palpitó con fuerza cuando el desconocido escribió aquellos números y le facilitó un número de teléfono.
Podía probar y hacer una llamada ocultando su número.
Con cierta intranquilidad esperó a que alguien respondiera.
Una extraña voz metálica contestó con un escueto “Hola”.
Pero también oía voces y sonidos que no podía comprender, la voz del desconocido parecía estar manteniendo otras conversaciones a la vez.
Tuvo miedo cuando escuchó cómo una voz dijo que ya la habían localizado, e inquirió a su interlocutor temerosa.
Pero él le repetía una y otra vez que estuviera tranquila, que nadie más había en aquella habitación donde él hablaba.
Intentó tranquilizarse.
Seguramente el sueño y lo avanzado de la noche le estaban gastando aquella absurda broma.
Había sido un día intenso, necesitaba relajarse.
La voz metálica acunó sus oídos con una ininteligible canción, donde el ritmo mecía sus sentidos sumiéndola en un estado calmado y relajado.
Sueño. La voz. Sueño. Paz. Sus ojos no podían permanecer ya abiertos y se sumió en aquella dulzura de denso cansancio que la embargaba.
La música se interrumpió y abrió los ojos.
Una habitación recubierta de metal donde su imagen se reflejaba de un modo infinito en cada pared, en cada curva y la voz del desconocido que volvía a saludarla.
No sentía miedo, pero sí curiosidad.
Aquella maldita curiosidad que la impulsaba a adentrarse siempre en desconocidos caminos.

Destinos de ida y vuelta (II)

Un día perdidos por las calles de aquella ciudad, caminando sin rumbo por las avenidas que enmarcaban aquella primera cita, salpicándonos de sombras que los árboles proyectaban, guareciéndonos del cálido sol de invierno.
Mis recuerdos de aquel sábado se tornan ahora tan oscuros como aquel café que tomamos sentados en la mesa de una terraza, por la tarde, antes de volver a la estación.
Aquel primer día nuestra vida giró alrededor de la estación. Llegar, regresar. Viajeros con rumbo definido. Destinos de ida y vuelta.
Recogimos de nuevo tu maletín en la consigna. El tiempo había devorado nuestra mañana sin piedad.
Me abrazaste cuando ya estábamos sentados, otra vez en el tren., en nuestro viaje de vuelta.
Y sólo pude corresponder aquel abrazo con un suave beso en tus labios, mientras mis ojos volvían a posarse en el cristal de la ventana que, de noche, reflejaba mi propio semblante.
Sonreí a la mujer del cristal y seguí el resto del trayecto apoyando mi cabeza en tu hombro, mientras extraías de nuevo tu cuaderno de tapas azules del maletín y empezabas a escribirme deliciosas poesías que ibas recitándome al oído; susurrándome muy despacio, con versos, las emociones percibidas en aquel nuestro primer encuentro.
Cuando bajé en mi estación, supe que había vivido el prólogo de una historia entre los dos.
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Tras aquel maravilloso día compartido llegaron otros días, y fines de semana, no había distancia entre nosotros, siempre venías desde tu ciudad, en el tren, yo te esperaba a veces en la plaza exterior, otras en el andén impaciente por descubrir tu rostro en alguna ventanilla, ansiosa por volverte a ver.
El momento de abrazarme a ti y de reencontrarnos era la guinda de aquel pastel de ilusión que me alimentaba en la distancia.
Luego recorríamos pueblos pintorescos, comíamos en mesones apartados y descubríamos nuestros propios rincones, donde íbamos hilvanando nuestra historia al compás de nuestro deseo que suavemente nos empujaba hasta provocar el delirio.
Al atardecer tus besos me reclamaban con urgencia y acabábamos volviendo a mi casa anhelantes por hacer el amor.
Y quería llenarme de ti por todo el tiempo en que no te podía tener. Inundabas mi ser con tus caricias, con tus besos. Nos amábamos hasta acabar extenuados, dormidos. Sólo el sueño podía vencer a aquella ansia que teníamos el uno del otro.
Y de nuevo llegaba la maldita despedida en el andén. No era capaz de esperar a que el tren partiera porque sentía que una parte de mí era arrancada cada vez con el chirriar de las ruedas. Me despedía de ti y salía apresuradamente de la estación, desviando mi vista de aquel tren que te devoraba para llevarte lejos de mi.
Otro viaje, otro adiós. Esperar tu llamada para saber que habías llegado y que de nuevo la distancia nos alejaba durante una semana.
Distancia. Ausencia. Cómo te añoraba.
Mis días se condensaban en anhelos por volver a verte y en esperar ese nuevo viaje que te trajera a mi lado.
La estación era el templo donde nuestro amor se consagraba en cada encuentro hasta que el tiempo te volvía a arrebatar de mis sueños y la estación era el altar de nuestro sacrificio por perdernos un poco más de amor cada vez.
Pero tus viajes empezaron a espaciarse. Cada vez era menos el tiempo que compartías conmigo. Y fueron disminuyendo mis visitas a la estación porque ya no tenía que esperarte. Pasar por las cercanías era sentir que me ahogaba de dolor.
Empecé a eludir dar paseos por aquella plaza.
Y una tarde te llamé porque quería saber que es lo que estaba cambiando. No podía dar la espalda a la realidad. Iba a afrontar lo que sucedía.
Respondiste que te agobiaste, que me deseabas tanto que te angustiaba no tenerme. Que era difícil para ti mantener aquella relación donde mi ausencia te quemaba el alma.
No tuve palabras para responderte. Me dejabas porque me necesitabas. Qué contradicción.
En lugar de intentar acercarte a mi, de acortar la distancia, tú te alejabas de mi.
Creo que aquel día te colgué el teléfono sin mediar palabra, pero luego, en frío, te llamé y en el contestador te dejé una buena colección de insultos, te llamé cantamañanas, mentiroso, cabrón.
Y acepté la realidad. Tú no estabas ya en mi vida.


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Deambulo por la ciudad. La gente camina con rapidez. Todos tienen prisa por llegar a su hogar. No tengo prisa. No me esperas ya.
Quizás hoy pasee hasta la estación y sea capaz de sentarme en un banco de la plaza, donde a veces te esperaba, y seguir mirando hacía aquella puerta de la estación por donde te veía llegar. Me cruzaré con personas que llevan equipajes. Otras personas me adelantarán con acelerado paso, quizás por temor a perder su tren. Destinos de ida y vuelta.
Tal vez pueda recordarte aprendiendo a renunciar a todo lo que perdimos, y logre volver a subir al tren de mi propia vida, ahora sin ti. Aunque sé que sin ti no soy nada, he de seguir respirando, sintiendo, llorando, riendo.
Y quizás ahora descubra dónde está mi destino, porque aquel sábado de diciembre perdí el billete de vuelta.

Destinos de ida y vuelta (I)

Casi sin querer he encaminado mis pasos hacía la estación.
Esta tarde tu ausencia me ahoga más que otras veces, y caminar de nuevo por la plaza que circunda la estación me acerca un poco más a tu recuerdo.
Me cruzo con personas que llevan equipajes. Otras personas me adelantan con acelerado paso quizás por temor a perder su tren. Destinos de ida y vuelta.
La fuente de la plaza, siempre sin agua, los bancos vacíos y los casi desnudos árboles que me arrullan con su quietud, me recuerdan las veces que me han acompañado en mi dulce espera en todas aquellas tardes en las que mientras esperaba tu tren paseaba bañándome de sol en esta misma plaza.
Y, entonces, al recordarte, aprisiona otra vez mi garganta ese nudo de angustia y llanto contenido.
Doy media vuelta. Necesito huir de esa plaza, no quiero ver la estación.
Deambulo sin rumbo por la ciudad. La gente camina con rapidez. Todos tienen prisa por llegar a su hogar. No tengo prisa. No me esperas ya.
Veo mi imagen reflejada en el cristal de los escaparates. Veo la tristeza en mis ojos que intentan dejar escapar alguna lágrima.
No voy a llorar.
Echo de menos sentirme abrazada a ti.
Echo de menos caminar a tu lado.
No puede ser. No puede ser. No estás aquí ya.
Tú no sabes cuánto te he querido. Tú no sabes nada de mis noches en vela, suplicando a la nada para que vuelvas.
- Señora, por favor, caridad - Es una adolescente, casi una niña, la extranjera que me pide una limosna.
Hago como que no la escucho y sigo andando deprisa, como el resto de la gente.
Te he suplicado volver y no me has dado ni una oportunidad.
Tú tampoco das limosnas.
Y se enturbian mis pensamientos con el vaivén de la gente. Y se enturbian mis recuerdos con tu ausencia. Y todos los momentos vividos a tu lado son ahora una grotesca broma. Una enorme broma envuelta en papel de regalo un día de cumpleaños.
Abrí la caja tan ilusionada. Aquellos lazos, aquellos envoltorios. Y luego, dentro..., nada, no había nada. Tú ya no estás.
Ahora no sé que pensar, ¿fue todo una estrategia de acercamiento a mí? ¡Por Dios, soy adulta! ¿Para qué utilizar tantas mentiras?
Podrías haber planteado una relación esporádica, vernos varias veces al mes..., pero ¿era necesario que fingieras tanto amor?
¿Era necesario que me acurrucaras en tus brazos, que me hicieras sentir tan feliz? ¿Por qué? ¿Para que? Dices que te quedaste bloqueado, que no supiste reaccionar, que la distancia era demasiada.
Dices que no te acordabas de mí, envuelto en todas tus ocupaciones. Sí, te excusas de tu comportamiento, pero ¿acaso hay excusa para quien no siente amor? Nada puedo hacer si tu no me echas de menos, si tu no piensas en mi. Si tú, reconociendo mi amor, sigues impasible, envuelto en tu maldito complejo de Peter Pan que no quiere crecer.
Será doloroso para ti saber que me has perdido. Pero ese halo de tristeza te ayudará a escribir algún breve relato de esta historia que no lo fue o quizás esbozaras las líneas de un poema que a otra mujer leerás.

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Hacía frío aquella mañana de diciembre. Esperaba en el andén de la estación la llegada del tren mientras me distraía observando a la gente que a mi lado esperaba.
Pensaba que quizás algunos iban a empezar un viaje de placer, sus maletas les delataban, quizás otros tenían que trabajar a pesar de ser sábado, su cara de sueño y cansancio parecía augurar un pesado día, y otros iban de compras hasta esa ciudad, que habíamos elegido como destino final de nuestro viaje juntos.
La llegada del tren detuvo mis pensamientos, busqué mi vagón y subí nerviosa, sabiendo que ya no podía demorarse más aquel momento, y que había llegado nuestro tiempo de conocernos, de vernos, quizás de amarnos.
Intenté tranquilizarme sabiéndote ya tan cerca, pero mis pasos temblorosos en aquel angosto pasillo anunciaban sin pudor mi estado de nervios.
Asiento tras asiento buscaba aquel número que en la reserva telefónica me habían dado.
Fue una buena idea, reservar a la vez nuestros asientos. Tú recogías en tu ciudad tu billete y yo el mío aquí. Y en aquel punto del viaje se unían nuestros destinos .
Tú ya llevabas una hora de viaje desde que tomaste ese mismo tren en tu ciudad.
Así habías planeado que fuera nuestra primera cita.
Dos desconocidos. Un vagón de tren. Buscarte entre aquellas personas que nada sabían de nosotros.
La gente iba dormitando en sus asientos, la calefacción propiciaba aquella somnolencia colectiva que me sumía en un silencioso anonimato donde tan sólo tú sabías quien era yo.
En los días previos habíamos fantaseado sobre aquella primera vez que íbamos a dar forma a nuestras fotografías convirtiéndonos en realidades, huyendo de esas tristes imágenes que desde el papel nos imploraban recibir una brizna de ilusión.
No queríamos encontrarnos en una plaza, ni en una cafetería, ni tampoco en la puerta de un cine. Tú sugeriste aquel encuentro en el tren.
Seguí andando. No encontraba tu asiento, pero creo que eras el único pasajero que no dormía. El único que miraba impaciente y anhelante hacía el pasillo. Estabas esperándome. Con mucha naturalidad nos dimos dos besos en las mejillas. No era un reencuentro, pero supimos fingir que éramos viejos conocidos y no dos extraños, nerviosos e impacientes en aquella su primera cita a ciegas, tomando el tren rumbo a otra ciudad donde íbamos a pasar el día y conocernos.
Teníamos una hora de trayecto común. Me despojé de mi abrigo y me senté a tu lado.
Con el bolso cubría mi regazo
Me mirabas sonriendo, y yo te preguntaba temas triviales mientras mi mirada se perdía en los paisajes que danzaban tras el cristal de tu ventana.
Me acostumbre en esa hora a tus ojos sonrientes y a tu voz. Me envolviste con la calidez de tus palabras y dejamos de ser dos desconocidos un sábado.
En tu regazo un maletín de piel marrón de cuyo interior extrajiste unos breves apuntes anotados en un cuaderno de tapas azules, que habías escrito durante tu viaje a solas. Te gustaba aprovechar cualquier momento para escribir.
Me mostraste una poesía que me habías dedicado a mí, la desconocida que ibas a conocer.
“Tu luz del camino” la titulaste. Ahora pienso que tan sólo fui una débil llamita en tu vida, iluminando fugazmente unos pocos días tu corazón.
Casi sin darme cuenta el viaje concluyó.
Me ayudaste a bajar del tren y, así, de tu mano, transcurrió aquel día.
Dejaste tu maletín en la consigna de la estación. Me pediste que memorizara la clave.

No mires atrás (II)

Apago ahora la luz de mi mesita tras leer un rato. No quiero leer más tu novela. No quiero seguir buscando en el personaje las huellas de su autor. Ahora leo algunas frases que me duelen. Debí haber pensado antes que quizás mucho del comportamiento del protagonista era tuyo, y tuve que haber estado preparada para esta hecatombe que tu me predecías en tu novela.
Me encantó tu novela.
- ¿Recuerdas? En nuestra primera cita me encuadernaste un ejemplar. Dijiste que había mucho de ti allí, que ahora que nos habíamos conocido deseabas que yo conociera tus pensamientos y sentimientos.
También bromeaste diciendo que lo malo no era tuyo, que eso era copiado de amigos o conocidos.
Cuando leí que el protagonista hablaba de la ilusión, que siempre le sucedía igual, sé enamoraba-ilusionaba muy rápido para luego dejar de sentir aquel entusiasmo; tuve que haber comprendido que tú eras así.
Pero quise pensar que tus sentimientos hacia mí eran sinceros..., y duraderos.
No puedo dormir, no dejo de dar vueltas en la cama.
Miro el reloj, cada vez más tarde. Mañana tendré ojeras. Quiero dejar de pensar en ti.
Pero... ¿Cómo conseguir olvidarte?
Siempre me digo que no voy a volver a llorar por ti. Pero siempre vuelvo a llorar.
A pensar. A echarte de menos.
El caso es que no puedo dejar de pensar en ti, no puedo. Si estoy en el sofá te recuerdo allí a mi lado, cenando, durmiendo, amándome, poseyéndome , acurrucandome en tí,...
Te imagino en el salón, en la silla escribiendo, entro a mi habitación y te recuerdo en la cama. Es horrible, no quiero estar así, no quiero quererte , no quiero sufrir.
No logro olvidar el día de la despedida.
Tus abrazos aquel día. Tus silencios. Tus besos.
Dijiste que me querías. Con voz muy queda.
Yo te pregunte: ¿qué?. Y entonces me dijiste que yo era fantástica. No volviste a pronunciar que me querías. Frenabas así tus sentimientos. Mi reacción. Mis palabras jamás dichas.
Es curioso, jamás te he dicho que te quiero.
Tú lo sabes de todos modos ¿o no?
O tal vez no lo sabes. Tal vez crees que has sido una aventura esporádica para mí. ¿Cómo decirte que has sido tan importante para mí? ¿Qué palabras emplear para hacerte llegar mi tristeza ahora que no estás? Solo se me ocurren dos: Te quiero. Te necesito.
Tú volverás a sonreír, saldrás con tus amigos. Pasearás. Irás al cine. Al teatro. No miraras atrás.
Supongo que he debido ayudarte a mejorar tu autoestima. Nuestros quince años de diferencia te deben haber alimentado mucho tu “ego”.
Te resultaba cómodo que yo estuviera aquí ¿verdad?
Un viaje o dos al mes. Unas cuantas caricias. Tus besos. Siempre decías que era muy cariñosa. Cielo, te adoraba, te quería. Deseaba darte en una tarde todos los mimos que no había podido en un mes.
He de dormir. Mañana he de ir a la oficina. Me arreglaré mucho. Entraré sonriente, resplandeciente. Nadie sabrá que mi corazón llora por las noches.
Nadie sabrá que por dentro me muero de pena. Que tu ausencia no la puedo soportar.
Que mis noches son para vivir del recuerdo de tu amor.
No mires atrás.
No debería hacerlo.
Debería dejar de pensar.
Pero esta noche volveré a fumar en el balcón, volveré a ver las montañas, sus picos redondeados perfilados en la noche.
Volveré a aplastar la colilla en alguna maceta.
No puedo sentir alegría por haberte perdido. Mirar atrás es mi único consuelo. Recordar que un día fui tuya y tu fuiste mío.
Tus ojos que me miraban inflamados de amor.
¡Tantas veces me has hecho sonreír¡
Pensar que yo no signifiqué nada en tu vida. Que a la nada me devolviste tras rescatarme durante unos meses de la vida gris.
Quedan muchos sueños sin cumplir.
Ese futuro que no conoceré a tu lado. Mi vida entera te pertenecía.
Tu no mires atrás.

No mires atrás (I)

Apagué el cigarro en la maceta. Estuve un rato más en el balcón mirando las montañas que se podían divisar a lo lejos. Era de noche, pero aún se perfilaban en la oscuridad los picos redondeados.
Me gustaría estar allí. Lejos. Más lejos todavía.
Huir de tu recuerdo.
Me persigue tu sonrisa allá donde voy. El eco de tu voz quedó grabado en mi mente.
¿Recuerdas cuando te sentabas aquí, a mi lado, en el balcón, y juntos mirábamos aquellas montañas?
Siempre decías que te fascinaban. Que te parecían irreales.
Como yo.
Me llamabas tu princesa. Tu niña. Acariciabas mi pelo.
Una lágrima escapa mientras pienso en ti.
La luna me mira. Allá donde estés te está mirando a ti también.
Estamos tan lejos. Y tan cerca .
¿Nuestro amor donde quedó?
Cierro la ventana del comedor. Hace frío ahora. Siento en mí el escalofrío gélido de la soledad
Desde que tu no estás aquí.
Los días son tan grises. Las noches tan vacías.
Miro tus fotos. Releo tus cartas. Quiero convencerme de tu existencia. Son tres meses ya desde que te has ido. Tres meses de lágrimas, de angustia, de pesadillas.
No quiero dormir aún.
Deseo pensar en ti. Llenarme de tu imagen. Sentir de nuevo tus besos.
Adormecerme a tu lado. Tu respiración acompasada . Tu cálida voz.
Abrazarme a ti y olvidar que el mundo existe fuera.
Recluirme de nuevo en esta habitación y no mirar más las horas en el reloj.
Quiero recordar nuestro primer encuentro, nuestra primera comida. Creí ser la protagonista de una hermosa película de amor.
Tú eras mi galán, mi caballero.
Esperarte en el andén de la estación y saber que eras tú tan sólo con una mirada.
Besarnos, saludarnos y sentir que el universo entero latía para los dos.
Los paseos, las palabras teñidas de pudor. La sinceridad que afloraba en nuestros labios.
Sonreírte al escucharte. Acariciarme mis manos en la mesa.
Compartir el postre. Un beso en el café.
Nuestra despedida, preludio de los futuros encuentros.
Tu pasión asolándome el corazón. Devastando cualquier anterior pensamiento, cualquier imagen y situación que no te permaneciera.
Te convertiste en el protagonista de mis sueños.
Viajes, escenas olvidadas que hoy son dardos envenenando mi respiración.
Las tórridas llamadas por la noche cuando dábamos rienda suelta a nuestras fantasías.
Cuando nuestros gemidos anunciaban nuestra necesidad por tenernos. Cuando mis suspiros te susurraban al oído cuanto te amaba y mi risa acariciaba tu alma.
Y recuerdo aquel fin de semana en el pueblecito medieval.
Nos abrazamos desde lo alto de aquella torre mirando el mar. Me preguntaste si no me sentía la dueña del castillo.
Yo sólo me sentía la dueña de tu corazón.
Las olas mecían mis pensamientos acunada en tu cuerpo.
Ya no hacía falta subir a otra torre más alta porque me sentía en lo alto de la luna.
El sol que tibiamente me despertaba a aquel sentir y que me convertía en aquella mujer apasionada que ya no miraba atrás.
Cierro los ojos recordando tus abrazos y puedo todavía percibir tu aroma. El perfume que me envolvía de calidez, de ternura, de amor, de deseo.
Recuerdo nuestro paseo por el atrio antiguo de un convento de franciscanos. ¡Qué paz sentimos mirando aquel lugar¡
No había nadie más allí. El viejo olivo en un extremo del atrio. El pozo.
Nosotros.
Todo mi ser embargado de dicha. Estaba a tu lado. Nada podría ya alejarnos una vez nos habíamos encontrado.
Fantaseábamos sobre los viejos habitantes de aquel convento y nos sentíamos tan cerca el uno del otro que parecía no existir otra realidad más que la nuestra.
No sabíamos donde ir a comer y por casualidad descubrimos un pintoresco mesón en el centro del pequeño pueblo donde habíamos decidido escapar aquel soleado domingo.
Mobiliario rústico de madera. Paredes de piedra. Lámparas de forja y candelabros en las mesas. Una chimenea apagada presidiendo el salón.
La cálidez de aquel lugar nos sedujo.
Volvimos cada domingo allí a comer. Y lo convertimos en nuestro rincón.
Empezábamos a compartir lugares en nuestra historia.
Empezaba a sentirme tan enamorada de ti.
Cada vez que volvías a tu hogar un trocito de mí marchaba contigo.
No me gustó aquella despedida cuando me dijiste: Gracias.
No se dan las gracias a tu amada.
Tuve una extraña sensación en aquel momento. Ese gracias me supo amargo. No quise pensar mucho en ello pero tu dejaste de llamarme como antes.
Mientras subía al tren yo te miraba. Parecías triste. Decaído. Pensé que tu como yo quedabas triste porque tu otra mitad no hacía el viaje contigo.
No era eso lo que te abrumaba. Ahora lo sé.
Ya no hubo llamada esa tarde para decirme que habías llegado a tu destino.
No hubo llamadas en los días siguientes.
No hubo otro viaje.
Habías preferido relegarme en algún rincón de tu corazón. No pensar. No sufrir. No recordar.

Sin ti no soy nada...

Deambulo por la ciudad. La gente camina con rapidez. Todos tienen prisa por llegar a su hogar. No tengo prisa. No me esperas ya.
Veo mi imagen reflejada en la luna de los escaparates. Veo la tristeza en mis ojos que intentan dejar escapar alguna lágrima.
No voy a llorar.
Echo de menos sentirme abrazada a ti.
Echo de menos caminar a tu lado.
No puede ser. No puede ser. No estas aquí ya.
Tú no sabes cuánto te he querido. Tú no sabes nada de mis noches en vela. Suplicando a la nada para que vuelvas.
- Señora, por favor, caridad. Es una casi-niña, la extranjera que me pide una limosna.
Hago como que no la escucho y sigo andando deprisa, como el resto de la gente.
Te he suplicado volver y no me has dado ni una oportunidad.
Tú tampoco das limosnas.
Y se enturbian mis pensamientos con el vaivén de la gente. Y se enturbian mis recuerdos con tu ausencia. Y todos los momentos vividos a tu lado son ahora una grotesca broma. Una enorme broma envuelta en papel de regalo un día de cumpleaños.
Abrí la caja tan ilusionada. Aquellos lazos, aquellos envoltorios. Y luego dentro..., nada, no había nada. Tú ya no estás.
Ahora no sé que pensar, ¿fue todo una estrategia de acercamiento a mí? ¡Por Dios, soy una treinteañera¡ ¿Para qué utilizar tantas mentiras?
Podrías haber planteado una relación esporádica, vernos varias veces al mes..., pero ¿era necesario que fingieras tanto amor?
¿Era necesario que me acurrucaras en tus brazos, que me hicieras sentir tan feliz? ¿Por qué? ¿Para que? Dices que te quedaste bloqueado, que no supiste reaccionar, que la distancia era demasiada.
Dices que no te acordabas de mí envuelto en todas tus ocupaciones. Sí , te excusas de tu comportamiento, pero ¿acaso hay excusa para quien no siente amor? Nada puedo hacer si tu no me echas de menos, si tu no piensas en mi. Si tú, reconociendo mi amor, sigues impasible envuelto en tu maldito complejo de Peter Pan que no quiere crecer.
Será doloroso para ti saber que me has perdido. Pero ese halo de tristeza te ayudará a escribir algún breve relato de esta historia que no lo fue.
Hacía frío aquella mañana cuando subí al tren, era sábado y la gente iba dormitando en sus asientos, la calefacción propiciaba aquella somnolencia colectiva. Una hora de viaje. Una hora esperándome tú.
No encontraba tu asiento pero creo que eras el único pasajero que no dormía. Que miraba impaciente el pasillo. Estabas esperándome. Con mucha naturalidad nos dimos dos besos en las mejillas. No era un reencuentro, pero supimos fingir que éramos viejos conocidos y no dos extraños, nerviosos e impacientes en aquella su primera cita a ciegas. Y aquel día los dos tomamos el mismo tren rumbo a otra ciudad donde íbamos a pasar el día y conocernos.
Cuando por la noche yo bajé en mi estación ya supe que había sido el prólogo de una historia entre los dos.
Y tras aquel maravilloso día compartido llegaron otros, y fines de semana, no había distancia entre nosotros, siempre venías desde tu ciudad, en el tren, yo te esperaba y luego recorríamos pueblos pintorescos, comíamos en mesones apartados y descubríamos nuestros propios rincones.
Al atardecer tus besos me reclamaban con urgencia y acabábamos haciendo el amor en mi casa, en el sofá, en la alfombra, en la cama...
Y quería llenarme de ti por todo el tiempo en que no te podía tener. Inundabas mi ser con tus caricias, con tus besos. Nos amábamos hasta acabar extenuados dormidos. Sólo el sueño podía vencer a aquella ansia que teníamos el uno del otro.
Pero tus viajes empezaron a espaciarse. Cada vez era menos el tiempo que compartías conmigo.
Y una tarde te llamé porque quería saber que es lo que estaba cambiando. No podía dar la espalda a la realidad. Iba a afrontar lo que sucedía.
Respondiste que te agobiaste, que me deseabas tanto que te angustiaba no tenerme. Que era difícil para ti mantener aquella relación donde mi ausencia te quemaba el alma.
No tuve palabras para responderte. Me dejabas porque me necesitabas. Qué contradicción.
En lugar de intentar acercarte a mi, de acortar la distancia, tú te alejabas de mi.
Creo que aquel día te colgué el teléfono sin mediar palabra, pero luego, en frío, te llamé y en el contestador te dejé una buena colección de insultos, te llamé cantamañanas, mentiroso, cabrón.
Y acepte la realidad. Tú no estabas ya en mi vida.
Deambulo por la ciudad. La gente camina con rapidez. Todos tienen prisa por llegar a su hogar. No tengo prisa. No me esperas ya.
Y ahora aunque sé que sin ti no soy nada, he de seguir respirando, sintiendo, llorando, riendo.

Un día más (II)

Se dirigía a su pequeño despacho, situado al final del pasillo y compartido con cuatro administrativas más, cuando al pasar por el Despacho principal vio a unos operarios que estaban cambiando el rótulo de la puerta. Miró con curiosidad para saber cuál era el nombre del nuevo directivo y entonces con sorpresa leyó: “María Rodríguez, Jefa del Departamento de Compras”.
Menuda sorpresa , la nueva Jefa se llamaba exactamente como ella.
Su nombre era muy corriente, pero no tenía noticias de que se hubiese contratado a nadie más en aquella oficina ni de que aquel puesto estuviese vacante. Era extraño.
Quizás sus compañeras conocían a aquella María, les preguntaría enseguida. Siguió avanzando hacía su despacho.
Cuando tenía el pomo de la puerta entre las manos para entrar a su Departamento llegó el responsable de producción.
- María, menos mal que has llegado temprano. Hemos de discutir sobre los stocks de producto acabado. Vamos a tu Despacho.
Y, sin esperarla, entró al otro despacho. El del rótulo. El de la Jefa del Departamento de Compras.
Pensó que sería un error pero María empezaba a divertirse con aquella irreal situación.
Al fin y al cabo el mundo del espejo estaba empezando a resultar muy interesante.
Se sentó en aquella mesa. El responsable de producción empezó a mostrarle gráficas sobre el producto acabado.
De repente el corazón se le saltó del pecho.
Allí encima de la mesa había una foto de María muy sonriente, detrás de ella, abrazándola, estaba Luis.
Nunca se habían hecho una foto juntos.
Aquella foto indicaba que también el amor le sonreía al otro lado del espejo y que su relación con Luis no había muerto, adormecida por la distancia y la ausencia.
Tenía que llamar a Luis. Tenía que saber cómo era esta nueva relación.
Quizás al otro lado del espejo él la amaba.
Intentó dar por zanjada cuanto antes la reunión con el responsable de producción.
Quería quedarse sola. Temblorosa marcó las cifras del número de teléfono, esperó no haberse equivocado y que Luis no hubiese cambiado de número tras tanto tiempo.
- Sí, Dígame. Soy Luis.
Era su voz, hacía tantos días que no hablaban.
-Luis, disculpa, soy María…
No la dejó acabar la frase.
- María, cielo, ¿dónde estabas? Tengo ya los billetes. Esta noche estaré ahí. Tienes que hacer alguna reserva en algún restaurante bonito. Recuerda que hoy es nuestro aniversario. Un año ya que nos conocimos ¿recuerdas?
María estaba anonadada. Así pues, al otro lado del espejo cambiaban las cosas. Su vida funcionaba en todo lo que en la realidad fracasaba.
El día pasó rápido.
Volvió a casa contenta. En breve estaría Luis otra vez con ella. La besaría, la abrazaría, harían el amor. Todo sería como al principio.
En el trabajo había logrado triunfar y ascender. Se había reconocido su valía.
La vida empezaba a dar sus frutos.
Entró al baño y abrió el grifo de la bañera.
Se miraba en el espejo, mientras el agua caliente iba llenando lentamente la bañera y el cuarto se llenaba de vaho empañando el espejo.
María seguía absorta en sus pensamientos.
Se bañaría, se masajearía con body-milk y luego se perfumaría.
Quería estar deliciosamente sensual cuando volviera Luis
Quería que una vez más aspirara su aroma, impregnar su ser de aquella dulce sensación
Se emborracharía de él. Le amaría intensamente.
Entonces María llamó a María.
Había olvidado dónde estaba. María la del espejo la llamaba.
Quería volver al espejo.
María no quería escucharla.
- Déjame en paz. Soy feliz ahora. Tengo todo lo que deseaba.
María la del espejo insistía. No era esa su vida. No había luchado por esa vida.
Era la vida que quizás algún día podría tener si se esforzaba, si luchaba por ella, si dejaba su actitud tan pasiva frente a todos los problemas y angustias.
Pero debía volver a la vida real.
Aquella situación no le pertenecía. Podía negarse, pero cualquier noche, mientras estuviera durmiendo, María la del espejo volvería a su lugar, y entonces María tendría que regresar al otro lado del espejo, a su vida. Y ahora no soportaría volver, tras paladear la felicidad.
Empezó a llorar mientras la bañera iba llenándose de espuma. Arrodillada en el suelo, se acurrucó. No quería volver a la vida de antes. Su vida. Se sintió atenazada por la angustia de perder todo cuanto aquella mañana había saboreado. Al mismo tiempo supo que no iba a renunciar a ello. En su interior una pequeña chispa de esperanza se rebeló frente a todos los miedos que siempre la habían paralizado. Supo que podía lograrlo. Podía conseguirlo.
- Lucharé - dijo con solemnidad a María la del espejo, incorporándose y sintiendo en su interior que esa era su verdad y su propósito. Luchar. No importaba ya en qué lado del espejo estuviera porque ella era la única dueña de su vida y era capaz de cambiarla.
La imagen del espejo enmudeció y antes de difuminarse por completo, María pudo apreciar una sonrisa en aquel enigmático rostro. María la del espejo ya no estaba triste.
María volvió a mirar el despertador. Era muy tarde. No quería levantarse.
La radio volvió a sonar. No la apagó esta vez. Estaba muy cansada, había trasnochado mucho la noche anterior. Siempre le pasaba lo mismo, quedaba para tomar una copa con sus amigas y luego la conversación se prolongaba durante horas y horas.
Se levantó, estiró los brazos. Rayitos de sol se filtraban por la persiana.
Sonrió pensando que sería un buen día.
Abrió el armario, pensando qué ropa ponerse. Tenía que presentar, en una reunión, un proyecto a su Jefe Comercial. Mientras desayunaba pensó en darle una sorpresa a Luis.
Tras la reunión le llamaría para confirmarle la reserva de restaurante para la cena y seguir planeando aquel viaje que deseaban realizar en la inminente primavera.
Era su aniversario. Un año saliendo juntos.

Un día más (I)

María volvió a mirar el despertador. Era muy tarde. No quería levantarse.
La radio volvió a sonar. No la apagó esta vez. Era una canción triste. A María le gustaban las canciones tristes.
Quizás porque su vida era triste.
Respiró hondo. Un día más.
Se desperezó como un gatito y se levantó. Fue al baño. Pensativa se lavó la cara. María la del espejo la miraba con tristeza.
Desayunó rápidamente. Luego se sumergió en la bañera. No tenía tiempo para un baño, pero estaba acostumbrada a empezar el día así.
Rodeado de aquella espuma blanca su cuerpo parecía más moreno.
Su piel era bonita. Firme y tersa. Brillante ahora que estaba mojada.
No tenía ganas de ir ese lunes a la oficina.
No tenía ganas de escuchar comentarios sobre el fabuloso fin de semana que todos habían pasado.
Tal vez porque sus fines de semana no eran fabulosos.
Había estado en casa.
Leyendo. Mirando la tele. Vagueando en el sofá. Conectada a cualquier chat a ratos.
Comiendo chocolate. Fumando. Pensando.
Luis no la había vuelto a llamar.
Cuando empezaron a salir juntos él fantaseaba sobre la maravillosa primavera que les esperaba.
Planeaba viajes. Parecía tan ilusionado.
Pero estaba lejos.
Resulta increíble cómo alguien puede contagiar tanto entusiasmo para luego desaparecer. Llegar a las nubes, tocar una estrella, para luego ser de nuevo arrojada a la tierra. Viaje de ida y vuelta. Regreso a la nada, regreso a la realidad.
María se ahogaba con el recuerdo de todos aquellos sueños que Luis había sugerido. Había imaginado a su lado viajes, tardes compartidas, amor, entrega, pasión.
Habían fantaseado sobre aquellos futuros encuentros.
Habían arañado al tiempo horas, minutos, segundos…, en aquellos viajes de Luis. Deseosos de sentirse durante más tiempo el uno al otro. Ansiosos por disfrutarse. Anhelantes por los nuevos encuentros. Tristes al despedirse.
Viernes de ilusión, de preparativos, de reencuentros.
Sábados de pasión. Amaneceres de abrazos. Despertares de besos. Desayunos de miel. Meriendas de chocolate derretido por el deseo. Atardeceres de plácida siesta. Cenas salpicadas por su amor. Noches de lujuria y desenfreno.
Domingos de despedidas.
Y Luis se había cansado.
Agobiado dijo él. Por la distancia. Por no verla. Por no tenerla cuando la deseaba, cuando la echaba de menos, cuando la necesitaba.
Agobiado de sus lunes, de sus martes, de sus miércoles y sus jueves de ausencia.
María no entendía nada. Creía que una persona se puede agobiar por la ausencia de otra, pero la actitud de Luis frente a lo insalvable había sido la de dejar enfriar la relación.
María lloró mucho el primer fin de semana que él no pudo venir.
Fue su primera decepción.
Y ahora no sabía qué hacer.
Tenía que salir. Tenía que bailar. Conocer gente nueva. Olvidar.
Pero no tenía fuerzas ni ánimos. Y ahora sus fines de semana eran melancólicos. Tristes. Llenos de añoranza de Luis.
Y de nuevo era lunes, un día más.
Ya estaba casi maquillada. María la del espejo seguía triste. Un destello de luz iluminó su cara.
María pensó que quizás al otro lado del espejo todo era al revés.
Y allí sí era feliz. Allí Luis la amaba y luchaba por evitar aquel distanciamiento.
Al fondo del espejo se reflejaba la luz del comedor. Era una luz muy intensa. Dorada. María percibía calidez.
Entró al espejo.
María la del espejo se quedó en el cuarto de baño.
María empezó a recorrer aquel piso del revés.
Era su casa, todos sus objetos, pero se sentía extraña porque bajo su percepción todo estaba descolocado. Estaba dentro del espejo, todo era diferente.
Vio la puerta de la calle, cogió el bolso y salió.
Quizás hoy tendría un buen día en la oficina.
La calle del espejo no se diferenciaba mucho de la calle que recorría todos los días. Los mismos escaparates. La gente caminando con prisas. Empujones en el metro.
Colas. Semáforos. Tráfico.
Todo parecía ser igual en la calle del espejo. Las mismas malas caras malhumoradas al despertar y dejar atrás, en la cama, el mundo de lo sueños.
Las mismas caras pensativas. Gente sumida en sus angustias, en sus miedos.
Algunas miradas ilusionadas, recordando aquellos sueños que habían quedado atrapados en las sábanas. Miradas expectantes ante la aventura de vivir un día más.
Quizás no había tanta diferencia en aquel despertar de la ciudad del espejo al de su propia ciudad, pensó María.
Llegó a la oficina y allí tuvo su primera sorpresa.

Cada tarde (II)

La camarera trae ya el postre que vamos a compartir, el dulce chocolate se derrite en mi boca recordándome que nuestra tarde acabará antes de una hora, intento no entristecerme ante ese pensamiento que me amarga como la hiel. Siempre estamos a merced del tiempo que inexorable marca nuestros encuentros.
El tiempo, que, a veces, nos acuna en su regazo y nos permite imaginar que nos va a regalar unos minutos más. Y las manecillas de nuestro cruel reloj siguen recorriendo nuestra esfera de amor, volviendo al mismo punto en que estábamos entonces, cuando todo empezó.
Recuerdo que al principio tú hablabas de “autoprotección”, y afirmabas que todo tu afecto, tu cariño, tu amor, lo guardabas para tu pareja. Que lo nuestro era una relación basada únicamente en el sexo. Era un complemento a nuestras vidas.
Yo sufría con tus palabras. Lloré tanto esperando que sintieras algo por mí.
Sin embargo, tus miradas y tus gestos parecían declararme tus sentimientos.
Me aferré a aquel imposible. Yo ya no podía vivir sin tí.
Acepté la relación así, como tú la planteabas, sin amor, sólo sexo.
A veces pasaba una semana sin que me llamaras y yo, sumisamente, nada te reprochaba. Contaba los días esperando ese nuevo encuentro.
Cuando me dejabas en casa lloraba. Me sentía usada, utilizada, era como ser un simple objeto para tu disfrute. Yo te entregaba todo mi ser, mi corazón y tú me dabas apenas unos minutos de tu tiempo.
Pensaba que era una relación irracional, sin mediar sentimientos, un impulso que nos acercaba y que no implicaba nada más.
Cuantas lágrimas derramé por tí.
Me llevabas a alguna habitación alquilada en algún piso. Pagabas por ocuparla media hora, a veces una hora, y me poseías casi sin ningún preámbulo. Me sentía como una furcia, pero en vez de pagarme a mí, pagabas la habitación. Esa era la diferencia.
Cada vez que me dejabas pensaba que aquella había sido la última. Que había de mantenerme firme y no volver a dejar que te acercaras.
No quería sentir tu aliento en mi nuca. No quería que me rozaras la piel con tus manos, no quería volver a sentir tus caricias ni tus besos recorriendo mi cuello, haciéndome perder la noción del tiempo, haciéndome perder mi identidad.
Pero pasaban los días y volvía a desear tu llamada.
Jamás te di un “no”.
Y poco a poco, sin darnos cuenta, abrí una brecha de amor en la roca de tu corazón.
Hemos de separar nuestras manos para que la camarera sirva las tazas de café. Me gusta removerte el azucarillo. El tintineo de la cucharilla me evoca aquella ya lejana tarde en que me llevaste a tomar café en lugar de ir a aquella habitación alquilada.
Y mientras me acariciabas la mejilla, mientras tus ojos brillaban, me dijiste tu primer “Te quiero”.
Tras esa tarde hubo más tardes, hubo más “te quieros”, hubo más complicidad, hubo tanto amor.
Ahora somos una pareja todas las tardes.
Y sabemos que no tenemos futuro como pareja. Sabemos que nos debemos a nuestras familias. Que jamás podremos planear unas vacaciones más allá de la taza de café.
Pero cada tarde voy a tu encuentro y empiezo a vivir.

Cada tarde (I)

Cada tarde voy a tu encuentro y empiezo a vivir.
Últimamente intento entrar pronto a la oficina. Madrugo más de lo habitual para luego poder salir pronto y reunirme antes contigo.
Llego al pequeño mesón, escenario de nuestras furtivas comidas, y mi corazón palpita con fuerza cuando distingue tu silueta a través del cristal, en nuestra mesa.
Me miras con ilusión mientras me acerco, me estás esperando y me siento feliz de verte allí sentado, esperándome. Te amo.
Te doy un beso en la mejilla antes de sentarme.
Entrelazamos las manos antes de que cualquier palabra asome de nuestros labios.
Nos preguntamos cómo fue la mañana, cómo fue el trabajo y no dejamos de mirarnos, felices de estar un día más unidos.
Llega la camarera y pregunta qué vamos a comer, aún no he mirado la carta y dejo que seas tú quien elija por mí.
Pienso en los meses que llevamos así, con esa doble vida, en la que no sentimos que engañamos a nadie, en la que arañamos minutos al tiempo para tener algo que compartir.
Vidas paralelas para no dañar a nadie, para no dañar a tu mujer, para no dañar a mi marido.
Vidas paralelas para que nuestros hijos no cambien de vida. Para que su pequeño universo no se vea alterado.
Somos una pareja todas las tardes. Hablamos de las pequeñas cosas de nuestro día a día. Hablamos de proyectos en común que sabemos que jamás podremos realizar. Planeamos algún viaje. Una pequeña escapada en la que poder soñar. Soñar en despertar juntos, desayunar. Pequeños gestos cotidianos de los que carecemos y que ansiamos compartir.
Lo peor son las vacaciones. Un maldito mes de vacaciones en el que no podemos vernos. Furtivamente alguna llamada, siempre con miedo a ser descubiertos por la pareja del otro. Monosílabos, besos y poco más.
Odio las vacaciones.
A veces nos permitimos soñar incluso con tener un hijo en común. Cuando tengo algún retraso tú acaricias mi vientre y suspiras con ese niño que nunca nacerá. Planeamos, soñamos, hasta que se acaba el retraso, y así pasan los meses, así pasan los días.
Nunca sabré porqué me enamore de tí. Nunca sabré porqué te enamoraste de mí.
Éramos dos imanes que un día se atrajeron entre sí con tal ímpetu, que nunca podremos ya separarnos.
Volver al romanticismo de los quince años. Sentir el corazón palpitar, sentir ilusión, dejar de vivir alienados, durante unas falsas horas, permitiéndonos sentirnos libres, permitiéndonos amar.
Los fines de semana pasan lentos sin saber de tí.
A veces has llorado por no poder darme más, por no poder tenerme más. Mi corazón se conmueve ante tu amor.
Nadie imaginaría que tú, tan recto, tan serio, albergas esos sentimientos tan sinceros y a la vez tan fantasiosos.
Nadie imaginaría que somos amantes.
Amantes furtivos, amantes soñadores que buscan siempre el momento de estar juntos, aunque sea por unos minutos.
Y soñamos con ese futuro que algún día nos permita compartir más momentos.
Y, mientras, seguimos exprimiendo minutos al tiempo, robando segundos al reloj, para nuestros encuentros.

sábado, diciembre 10, 2005

Escenario de Sueños

ESCENARIO DE SUEÑOS
El Dios Pan abrió los ojos lentamente y se preguntó quien osaba molestarle interrumpiendo su plácido sueño.
Aquellos ruidos procedían del pasillo exterior a la Sala donde reposaba. El sol ya se había puesto. No era hora de visitas y le resulto muy extraño todo aquel barullo.
Voces, murmullos, pasos y luces en los patios.
Ya no había respeto alguno a su tiempo de descanso. Estaba muy enojado.
Llamó al cervatillo de Madinat al-Zahra y le ordenó que saliera en exploración y le informara de lo que estaba sucediendo y el porqué de aquellas luces.
El cervatillo obedeció al Dios Pan y se dirigió hacía uno de los patios exteriores, camuflándose en una de las fuentes.
Veía el agua caer y recordaba aquellos lejanos tiempos cuando el agua manaba de su boca en los jardines de al-Zahra. Suspiró con nostalgia evocando aquellas tardes bucólicas, el placer de sentir el agua ascendiendo por su cuerpo para luego dejarla escapar como un surtidor, mientras los niños le contemplaban y reían asombrados por su inagotable capacidad de escupir.
El patio estaba lleno de turistas. Era de noche y sin embargo allí estaban, acompañados por uno de los habituales guías que durante la mañana recorrían el Museo guiando a los visitantes.
El cervatillo no entendía nada, así que se dispuso a volver al encuentro del Dios Pan para informarle de todo lo que había visto. Quizás deberían de recabar la ayuda de Mitras Tauróctono. El Dios Sol tenía la suficiente fuerza para sacrificar un toro, así que aquellos visitantes serían fáciles de derrotar para él.
En su camino de regreso encontró a Afrodita, agachada como siempre, se quejaba de la incomodidad de su eterna postura. Cuando vio al cervatillo le llamó .Ella también quería saber a que era debido aquel extraño bullicio nocturno.
-¡Hay visitantes! – respondió exclamando el cervatillo, sin detenerse.
Afrodita siguió lamentándose .Sin sus brazos le resultaba imposible incorporarse.
El León ibérico de Nueva Carteya rugía en su pedestal mostrando sus colmillos.
Parecía muy enfadado ante aquella extraña invasión de visitantes.
Pensaba que se trataba de malos espíritus que perturbaban la paz del lugar y estaba
dispuesto a salir y amedrentar a los intrusos. Su lengua asomaba amenazadora entre sus colmillos.
Sigiloso el cervatillo pasó rápidamente por su lado. Prefería no ser visto por el León. Sentía tremendo respeto ante aquellas fauces hambrientas.
Ya casi llegaba ante el Dios Pan cuando empezó a repicar la Campana mozárabe del abad Sansón.
Todo estaba resultando muy sorprendente aquella noche.
Y entonces el cervatillo pudo ver al Hermafrodita de bronce que se acercaba contoneándose y bailando por uno de los pasillos.
Se mostraba feliz, aquella noche le habían permitido participar en el Cortejo Báquico. Aún estaba impresionado por la visión del Dios Baco, montado en su carro tirado por dos centauros. El baile en el Mosaico le había dejado extenuado pero estaba tan contento que seguía danzando sin cesar.
El cervatillo le preguntó si sabía porque repicaba la campana aquella noche, temía que estuviera avisando a los habitantes del Museo de algún temible e inminente peligro.
Una sonora carcajada fue la respuesta del Hermafrodita, que con voz afeminada respondió:
- Hoy es un día especial. Es la Noche de los Museos. Los guías están mostrando los cuatro patios de este Palacio. Son Luces en la Noche para embellecernos ante los visitantes. La magia nocturna de este lugar atraerá a más visitantes y seremos más conocidos. Si prestas atención al repique de la campana sabrás que no hay peligro.
Hermafrodita era muy presumido y le encantaba exhibir sus atributos ante los visitantes.
El cervatillo respiró aliviado y se apresuró en su recorrido.
El Dios Pan continuó durmiendo, recordando aquellos tiempos en que participaba adoptando forma de mascara, en funciones de teatro y recibía los aplausos de su público, mientras los murmullos a su alrededor y las luces del Museo eran el dulce atrezzo del escenario de sus sueños.

viernes, diciembre 09, 2005

La Caja de Música

Todas las tardes, al salir del trabajo, Sol paseaba lentamente por el casco antiguo de su ciudad, aquellas calles adoquinadas, la humedad de las fachadas, el moho que afloraba entre las piedras, la envolvían de nostalgia de tiempos pasados que no había conocido, pero que intuía.
Casi sin querer se encontró una vez más delante del escaparate de aquella tienda de antigüedades. Había muchos muebles, cuadros, piezas de tela antigua..., pero a Sol le causaba una fascinación especial una vieja caja de música con un bailarín que danzaba sin parar.
Era extraño. Casi todas las cajas de música contienen la figura de una bailarina, pero aquella era diferente.
Sol deseaba bailar.
En su infancia había ido a un Centro de Danza, duró poco tiempo, sólo hasta que se abrumó por el trabajo escolar, el rendimiento bajó y sus padres decidieron relegar a la bailarina.
Sin embargo el recuerdo de aquellas tardes, de sus zapatillas viejas, los vestidos de tul que usaba para las funciones de fin de curso, todo aquello había dejado en ella una gran nostalgia. Y todo lo concerniente al mundo del ballet la seguía fascinando.
Aquel bailarín, que danzaba y danzaba sin parar, cuantos recuerdos le traía.
En especial, recuerdos de quien pudo haber sido y no fue.
Su vida ahora era tan vulgar, tan gris, tan monótona...
Trabajaba en una oficina, secretaria comercial del Jefe Comercial del Departamento Comercial. Todo muy comercial.
No era feliz.
No podía explicar porqué. No podía explicar cuál era su carencia. Sí podía explicar porqué era infeliz. No le gustaba salir a bailar y emborracharse con sus amigas los fines de semana o acabar con algún desconocido en el asiento de atrás de un coche. Parecía no haber más alternativas para divertirse en aquel pequeño pueblo.
Todo su mundo estaba en el trabajo. Poco a poco, había dejado de salir, no tenía porqué seguir aquella corriente si en realidad no le apetecía.
Pensaba en muchas, demasiadas ocasiones, qué hubiese sido de su vida si no hubiese abandonado aquellas clases de danza, se habría volcado en aquel mundo, no habría estudiado aquella aburrida carrera, perdida entre apuntes de derecho, normas y leyes.
Habría seguido perfeccionándose, asistiendo a “castings”, se hubiese dedicado profesionalmente al ballet. Seguramente hubiese logrado pertenecer a una buena compañía. Sus amigos no serían abogados, ni comerciales, sino que serían bailarines y bailarinas, músicos, coreógrafos, todos compartirían aquel espíritu.
Sol pensaba cada vez más en la danza y en sus sueños rotos.
Y cada día, al salir de su oficina, se encaminaba hasta el escaparate de la tienda.
Le relajaba mirar al bailarín y, levemente, la musiquilla llegaba al otro lado del cristal del escaparate, donde ella permanecía horas y horas.
Sol cerraba los ojos. Impregnaba su ser de esa dulce melodía.
A veces deseaba ser ella la inquilina de la caja de música.
Abandonarlo todo. Olvidar los números y cifras, los balances, las facturas, los albaranes, los stocks.
Sólo bailar.
Bailar sin parar como aquél bailarín.
El día entero lo pasaba Sol esperando el momento de finalizar su jornada laboral, regresar y ver al bailarín una vez más, se convirtió en el centro de su existencia.
Nada más le importaba.
Verle bailar. Recordar. Soñar. Pensar.
Aquella tarde el cielo estaba gris.
Su corazón, sin saber porqué, estaba encogido.
Tenía muchas ganas de llorar.
No había tenido un buen día en la oficina.
Caminaba de vuelta a casa pensando en cómo transcurriría el resto de la tarde: escuchar los mensajes del contestador donde alguna amiga insistiría en que se dejara ver y saliera más, hacer zapping viendo la tele, quizás retomar la lectura de algún libro....
De repente su vida le parecía absurda y sin sentido. No podía seguir más así. Pero no sabía cómo salir de aquella espiral de angustia y desidia en que inexorablemente iba sumiéndose día a día.
Al menos, pensó, veré a mi bailarín y levantaré él animo. Apresuró el paso y se detuvo frente al escaparate.
Su bailarín seguia danzando frenéticamente. Era una impresión, pero Sol pensó que jamás había bailado con tanto ímpetu aquel muñequito como aquella tarde.
Incluso se diría que llegaba a dar saltos en aquella caja.
Las vueltas y vueltas se transformaban en pasos muy complicados de ballet.
Sol no podía creer lo que estaba viendo.
En ese momento Sol se sobresaltó al oír el sonido de un puño golpear con fuerza el cristal del escaparate. Estaba tan ensimismada observando las piruetas del bailarín que no había visto cómo un hombrecillo se había acercado desde el interior de la tienda al escaparate y, tras darse cuenta de que ella no prestaba atención a su presencia, golpeó con saña el cristal.
Sol le miró entre sorprendida y curiosa.
El hombrecillo le hizo señas para que entrara.
Era curioso, jamás se le había ocurrido a Sol traspasar aquel umbral. Ni siquiera había entrado para preguntar por el precio de la Caja de música.
Entró. El tintineo del móvil de la puerta le indicó que había entrado al mundo de su bailarín y un escalofrío recorrió su cuerpo.
En una percha, al lado de la puerta, había muchos vestidos de ballet, tules abullonados llenos de nostalgias de aplausos y representaciones del pasado.
Por un momento Sol penso en aquellas mujeres, aquellas bailarinas que habían usado aquellos trajes.
Los focos iluminándolas, los aplausos, los ramos de flores.
Tanto esfuerzo recompensado al final de cada actuación.
Suspiró, casi sin querer.
El hombrecillo le tendió la mano.
- Bienvenida a mi tienda Sol.
Sol le miró interrogante, aquel hombre sabía su nombre.
Con un aire muy pícaro el hombrecillo sonrió al ver su cara de asombro y empezó a hablar lentamente, su voz con un tono cadente le infundía serenidad.
- Nada temas. Te he visto día tras día parada frente al escaparate de mi tienda, y en una ocasión una clienta me dijo tu nombre al comentarle que venías todos los dias a contemplar aquel bailarín. Esto es una ciudad pequeña.
Sol se tranquilizó. Por un momento había sentido algo de miedo hacia aquel hombrecillo desconocido. Pero todo quedaba explicado.
Alguna vecina o amiga de su madre la debió de reconocer. En realidad ¿qué hay de malo en mirar un escaparate?
Nada.
Pero ella iba todos los días a la tienda.
Y es que pensaba cada noche, antes de dormir, en aquel bailarín. Nunca encontraría un hombre con aquellos rasgos, con aquel pelo, con aquella elegancia, aquella perfección. Deseaba tanto saber qué se sentía haciendo lo que uno desea, como el bailarín.
Su sueño: Bailar.
Jamás sentiría el placer de unos aplausos. Jamás recibiría un ramo de flores tras una actuación.
Su cuerpo no se perfeccionaría día tras día. Aquellos pensamientos sumieron de tristeza su semblante.
El hombrecillo entonces le propuso algo.
Tenía que ausentarse aquella tarde de la tienda y no quería cerrar. Le pagaría por estar allí y trabajar como dependienta por una tarde. Le dijo que reconocía a una buena persona a distancia y que ella demostraba una extraña pasión hacia las antigüedades. Confiaba en ella.
Sol no tenía nada que hacer aquella tarde.
Pensó en poder andar libremente por aquella tienda, contemplar todos aquellos muebles de cerca. Sentir el tacto de aquellos viejos trajes.
Inspeccionar y curiosear todo cuanto se le antojara.
No se lo pensó dos veces al responder.
Estaría allí hasta la hora de cerrar.
Por supuesto, en cuanto el hombrecillo salió de la tienda, lo primero que hizo fue ir en busca de la caja de música del escaparate.
Quería ver de cerca al bailarín. Quería saber cómo era su vestimenta.
Llevaba una casaca de hilo púrpura con ribetes dorados. Las zapatillas eran rosadas con apliques dorados.
Seguía bailando tan frenéticamente como cuando le miraba tras el escaparate, sin pausa alguna, enfebrecido por la música, daba vueltas sin cesar.
Sol acercó la caja a su cara. Sus ojos se reflejaban en los espejitos del fondo de la tapa.
Deseó darle un beso a aquel bailarín, tan solitario siempre en su caja de música.
Tras darle el beso Sol observó con extrañeza que el bailarín no estaba en la Caja. Pensó que en algún torpe movimiento le habría despegado sin querer y que la figurita habría caído al suelo.
Empezó a buscar. No le encontraba. Tenía que encontrar aquella vieja figura de porcelana antes de que volviera el hombrecillo, esperaba que no se hubiera roto con la caída. Se sentía angustiada por la posibilidad de defraudar a aquel hombre que le había confiado el cuidado de la tienda. Sentía miedo de haber roto sin querer la figura de su bailarín. Las lágrimas anegaban sus ojos mientras se agachaba buscando entre los recovecos aquella querida figurita temiendo haberla perdido para siempre.
- Sol, soy yo.
Aquella voz tan sensual...
Se giró y vio al bailarín, pero de carne y hueso. Sus ropas, su cara, su pelo. Era él. Pero era un Él de verdad. No era ya la figura de porcelana. Sol, inmóvil, se apoyó en una vieja cómoda incapaz de permanecer en pie.
Brevemente el bailarín le contó su historia. Vivía sólo para el baile, durante años no se había preocupado de nada más. Sólo ansiaba ensayar, bailar, triunfar ante su público. El amor no tenía cabida en su vida. Una amante despechada consiguió con un sortilegio tenerle bailando y bailando en aquella Caja de Música. Era la única forma de que le pudiera pertenecer. Aunque su espíritu seguía viviendo sólo para el baile.
El resto de la historia fue muy trivial. Unos ladrones saquean la casa. Se llevan la Caja de Música. La venden a un anticuario, este a otro, y llegó a parar a esa tienda.
El sortilegio sólo podía vencerse con los sentimientos inmaculados de una mujer. Por eso el bailarín cuando, día tras día, vio a Sol en aquel escaparate pensó que quizás su terrible condena estaba tocando a su fin.
- Sol, un beso más de tu boca y seré libre para siempre.
Sol no lo dudó. El bailarín estaba ya enfrente de ella, hipnotizándola con sus ojos, acariciándola con su dulce voz.
Le besó. Le besó con toda su alma. Cerró los ojos y se dejó arrastrar por aquella vorágine de sentimientos que inundaban desbocados su cuerpo, su mente...
Magia en su vida. Un bailarín encantado, como en los cuentos de hadas. Nada sería ya igual.
Y no lo fue.
Cuando abrió los ojos era ella quien estaba en la Caja de Música. Llevaba un precioso vestido blanco de tul, con plumas. Parecía Odette en El lago de los Cisnes. Seguramente era la primera bailarina de una compañía inexistente. Magia en su vida.
Él bailarín, vestido ya con ropa de calle y actual, la miraba sonriendo. Sus ojos tenían un maligno brillo que le causaban terror.
- Se cumplió tu deseo Sol, serás bailarina. Perfeccionarás tu estilo, tu cuerpo. Tendrás todo el tiempo del mundo para ello.
Tu triste vida gris, que tanto te aburría, queda ahora tras ese escaparate.
A partir de ahora sólo vivirás para bailar.
Y soltó una enorme risotada, que a Sol le llegó hasta el corazón, como un soplo frío que la dejó ya por siempre helada, incapaz de sentir, incapaz de sufrir.
No entendía qué estaba sucediendo y desconcertada se dejaba llevar por aquella música que mecía su cuerpo en una infinita danza de ensoñaciones.
El hombrecillo entró entonces en la tienda. Miró la Caja de Música y sonrió satisfecho.
Dio una palmada al bailarín en la espalda
- Bien, bien, de nuevo volveré a ser tu representante Vladimir. He negociado un montón de galas y giras para tu vuelta. Todos creen que has acabado tu exilio voluntario de la danza y que regresas de tu retiro espiritual. Desean verte, aplaudirte. Seremos ricos, Vladimir ¡
Se encaminaron hacía la puerta de salida abrazados. El hombrecillo se detuvo frente a la Caja de Música unos breves segundos para mirar por última vez a aquella diminuta figurita blanca que danzaba sin cesar.
- Adiós Sol. He traspasado el negocio. Tardaste mucho en decidirte a entrar. Todos tenemos ahora lo que deseábamos ¿no?