viernes, diciembre 09, 2005

En algún lugar del mundo

En algún lugar del mundo un hombre está escribiendo una carta a su amada. Llora de rabia porque cree que la ha perdido, que jamás volverá a estar entre sus brazos. Se desespera jugando con las palabras de esa carta, en su corazón vive una pequeña esperanza todavía, y es su deseo pensar que cuando Ella lea esa carta una pequeña brecha se forme en el hielo de su alma, una pequeña lágrima se asome a sus ojos y, en su recorrido, vaya derritiendo toda la amargura, disipando todo el resentimiento, toda la pena, y poco a poco el perdón asome a su boca.


En algún lugar del mundo una mujer está escribiendo en su diario, y mientras escribe, sus lágrimas mojan el papel. Se siente triste, desolada. Ha perdido a su amante. Se siente envuelta por un manto de pena, tan pesado, tan inmenso, que cree que jamás logrará desprenderse de esa tristeza infinita que alberga su corazón.
Se pregunta en el diario porqué ha terminado todo, se pregunta qué puede hacer a partir de ahora, a partir de esa noche, cómo seguir viviendo sin Él.


En algún lugar del mundo un hombre y una mujer sufren por amor. Es una noche cualquiera de primavera.

El hombre se siente en paz tras acabar la carta y decide no esperar al día siguiente. Cierra el sobre lentamente y tras coger su chaqueta se encamina hacía la calle.
Hace frío, pero sentir en sus mejillas el ligero azote del viento le ayuda a enfriar un poco su desespero mientras camina. Respira hondo y acelera el paso.
Trocitos de cielo estrellado asoman entre las figuras de los edificios.
No hay nadie paseando, se siente solo. El motor de un taxi, que recorre las calles buscando su último cliente, rompe aquel denso silencio
Sabe que se ha portado como un miserable con aquella mujer que tanto amor le dio. Sin embargo, quizás cuando Ella lea la carta logre perdonar y olvidar. Quizás.
Cuando Ella lea la carta entenderá todo. Sabrá que se asustó. Sabrá que empezó a sentir amor por Ella y que quiso huir de sus sentimientos. Quiso huir de sí mismo.
Quiso demostrarse que podía vivir sin ella.
Dejó de llamarla. Dejó de buscarla.
Salía por la noche a divertirse. Sus recuerdos nocturnos se difuminaban entre el alcohol y las caras de otras mujeres.
Se emborrachaba de sexo con desconocidas. Despertaba sin saber quién yacía a su lado.
Logró pensar que era capaz de no sentir, de no sufrir.
Sólo a veces Ella aparecía en sus pensamientos. Pero no dejaba que aquellos pensamientos le asaltaran durante mucho tiempo. No podía dejarse vencer por su recuerdo.
Los días siguieron pasando, siguió vagando perdido entre el desamor y los sueños rotos.
Algunas veces le hablaron de Ella sus amigos comunes. Pero no quiso saber más de lo que le contaron. No la había vuelto a ver. Era mejor así. Para los dos.

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La mujer deja de escribir en el diario. Aparta un poco la cortina de la ventana y observa por el resquicio de la pared del patio de luces, un trocito de cielo plagado de estrellas.
Seca con un ajado pañuelo de papel sus lágrimas y sigue mirando el parpadeo de las estrellas.
Decide salir a pasear, sabe que si se acuesta empezará a dar vueltas y vueltas en la cama sin lograr dormir. No quiere tomar pastillas aquella noche.
Coge del perchero su abrigo de paño rojo, ya es primavera, pero a esas horas hará frío.
Sale a la calle, piensa que así despejará su mente de tantos pensamientos tristes.
Empieza a deambular sin rumbo, se aleja de su casa hacia ninguna parte.
Las calles están solitarias, sólo el motor de un taxi rompe aquel denso silencio. Sin embargo, no siente miedo de andar sola .
En el vaivén de sus recuerdos una y otra vez se refleja la cara de Él, su sonrisa, su voz. Ella no quiere seguir pensando en Él. Cree que puede acabar volviéndose loca si sigue aferrada a aquel hombre.
Él esta casado, jamás dejará a su familia por ella.
No debía haberse enamorado. Debía haber seguido aquel juego sin involucrarse más. Sin implicarse sentimentalmente.
Pero qué difícil resultaba ahora desvincularse del afecto.
Qué difícil era ahora no pensar en Él continuamente, cada segundo del día, cada minuto.
Sin embargo, ahora se sentía sola. Había comprendido que jamás podría esperar nada de Él. Que ni siquiera con el tiempo su actitud iba a variar. Él estaba cómodo en aquella situación. Teniéndola sólo a ratos. Disfrutando de los pequeños momentos.
Volviendo a su casa con su familia por las noches.
Ella se ahogaba en aquella soledad. Quería huir de aquel recuerdo, quería escapar de aquel hombre. Quería dejar de amarle.
Y fue en ese mismo instante, en que detuvo sus pensamientos, imaginando un mañana, cuando dejo de tener ilusión porque supo que no existiría jamás ese mañana compartido.
Dejo de esperar sus llamadas e intento ser fuerte en aquel alejamiento que Ella misma se impuso.
Se encerró en sus propios pensamientos y pretendió desterrar todos los recuerdos que le ataban a Él.
Pero sus pensamientos eran de infelicidad y asolaban su alma con aquella inmensa pena que sacude a los que están solos y han perdido toda ilusión.
Sin querer añorarle se descubría a si misma anhelando sus besos y caricias.
Sabía que cada minuto de felicidad a su lado era proporcional a las horas eternas de tristeza que luego envolvían su vida. Pero aquellos minutos arañados al tiempo la hacían sentir viva para luego volver a aquella muerte hecha de añoranzas y soledad.
Porque jamás sería suyo. Porque jamás le tendría.
Porque en otro hogar estaba su vida.
Y seguía añorándole y siendo fuerte, no respondió ni una sola llamada de El en aquellas oscuras noches de tristeza.
Y aquella noche en que la soledad mordía su alma quiso alejarse de sus propios pensamientos acompasando sus pasos hacía ninguna parte, sentía como quemaban su piel las lagrimas que surcaban sus mejillas, mientras su corazón seguía lamentándose en aquel silencioso llanto de amargura por aquella ausencia impuesta.
Y en su mente sólo preguntas sin respuesta :
- ¿Cómo olvidarle? ¿Cómo aprender a vivir sin El? ¿Cómo poder seguir renunciando a sus besos y abrazos robados?

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El hombre que lleva la carta en el bolsillo se detiene en el paseo marítimo a contemplar la luna reflejada en el agua.
Es una noche calmada y las olas parecen hilillos de plata.
Desearía en aquel momento tener a su amada a su lado, besarla ante la inmensidad del océano, con la luna de testigo.
Ha perdido demasiado tiempo luchando consigo mismo. Siente terror de pensar que quizás es demasiado tarde.
Apresura el paso, no está lejos de la casa de Ella.
Ahora ya no quiere depositar la carta en el buzón, prefiere dársela en mano. Es ya medianoche, pero decide llamar al timbre.
Quiere verla. Hace días que su cara empieza a desdibujarse en sus pensamientos.
Estará deliciosa con su pijama, su pelo algo enmarañado, casi logra evocar el olor de la crema desmaquillante.
Sigue andando deprisa, queriendo recuperar en aquellos minutos todo el tiempo perdido.
Sube las escaleras de dos en dos, su corazón parece querer salir del pecho de fuerte que le palpita. Jamás había tenido tan claro lo que quería como en aquel momento.
Jamás había sentido tanto amor ni había necesitado tanto abrazar a una persona.
Ding-Dong.
Ding-Dong.
Quiere contener su nerviosismo. Pero es imposible.
La añora, la echa de menos, la necesita como nunca.
Oye el ruido de la mirilla antes de que se abra la puerta.
Ella no lleva pijama, lleva un salto de cama muy sugerente, de color negro y puntillas. Todavía sigue maquillada. Su larga melena brilla bajo la luz del recibidor.
Le mira con sorpresa, le pregunta qué quiere.
Entonces aparece por detrás, rodeándole la cintura, un hombre desconocido.
Ella sonríe dulcemente cuando les presenta y le pregunta si quiere pasar.
Él no sabe que decir, balbucea una estúpida excusa de que pasaba por allí y se aleja de aquella escalera rápidamente, se siente como un ladrón a quien han pillado en pleno hurto, siente vergüenza, siente rabia por ser su vida una burlona y grotesca mueca de sí mismo. Desea huir.
Se sienta en un banco del paseo mientras mira el mar. La luna no le parece tan bonita.
Su vida empieza a no tener ningún sentido. No sabe cómo continuar. No siente fuerzas para seguir. No quiere seguir. Ahora sabe que ha perdido la oportunidad de tener su perdón.
El perdón. Se desespera al rememorar el amor que de Ella recibió y como desperdició cada beso, cada abrazo, cada gesto, cada momento.
Fue egoísta. Tuvo miedo a sufrir y prefirió apartarse de ella creyendo que así el olvido reinaría entre ellos dos y destronaría aquel amenazante amor que sentía como invadía su vida y llenaba sus pensamientos de inmenso deseo.
Y ahora sentía que todo había terminado sin haber tenido ni siquiera la oportunidad de empezar, sin haberse sumergido en ese infinito sentimiento y arriesgarse…a sufrir, a ganar, a perder, a sentir.
Lentamente se dirige hacía la zona del puerto.


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La mujer del abrigo rojo ha llegado hasta el paseo de los acantilados.
El mar golpea con fuerza las rocas. Puede entender la rabia de las olas. Son como bofetones hacía esas rocas impasibles, inamovibles durante años.
La misma rabia que ella ha querido transmitir a su amado en muchas ocasiones. La misma rabia que la ha impulsado a hacerle elegir entre su cómoda vida o ella.
Aquella había sido la última tarde que habían compartido. Él no podía ofrecerle nada más que aquel tiempo robado. No la amaba lo suficiente para dejarlo todo por ella.
No podía dejar a su familia. Fue cruel al decir que la aventura ya no resultaba placentera. Que se sentía presionado. Agobiado por su actitud exigente. Incluso le recriminó su comportamiento. Ella había sido sólo su amante. No entendía su debilidad al enamorarse.
Se marchó sin despedirse siquiera.
Ella no sabía como seguir sin Él.
De repente su vida ya no tenía sentido. Su trabajo, sus amigos, nada importaba ya.
La ilusión que daba sentido a todo había desaparecido. Se había esfumado la magia.
Tal vez con el tiempo logrará olvidarle, tal vez.
El mar seguía golpeando las rocas. Era inútil. Las rocas seguirían aguantando estoicamente aquellas embestidas. Sin expresar ninguna emoción. Sin cambiar su pasiva actitud.

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Amanece un nuevo día y los periódicos locales de algún lugar del mundo incluyen un pequeño titular sobre la aparición del cadáver de un hombre, encontrado flotando entre los barcos del puerto. Dicen que llevaba una carta en el bolsillo, al parecer dirigida a una mujer, pero el agua había difuminado y distorsionado el contenido, resultará difícil conocer los motivos de su aparente suicidio, puesto que el cuerpo no reflejaba señales de lucha, según indicaron fuentes policiales.

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En los periódicos locales de otro lugar del mundo aparece una foto de los acantilados donde, pasado el anochecer, una pareja de novios han descubierto el cadáver de una mujer, destrozado el cuerpo contra las rocas.
Se desconocen las causas de la muerte (voluntaria u homicidio), y los únicos datos aportados por fuentes policiales, y que recoge el artículo, son que el cuerpo llevaba puesto un abrigo rojo. La policía solicita colaboración ciudadana para averiguar la identidad de la fallecida y proseguir la investigación.
Siempre, en algún lugar del mundo, hay gente infeliz que jamás llegará a cruzar sus caminos y jamás tendrá la esperanza de salvarse.

2 comentarios:

Roberto dijo...

bonito relato, me ha gustado enormemente.
saludos
roberto

Anónimo dijo...

Es de una sencillez y belleza desbordantes. La vida está conformada de pequeños retazos de muerte. La ausencia de adornos gramaticales redunda en la honestidad del relato y lo hacen francamente sublime.
Felicitaciones y un cálido beso..por siempre Ricardo.