viernes, diciembre 09, 2005

La Caja de Música

Todas las tardes, al salir del trabajo, Sol paseaba lentamente por el casco antiguo de su ciudad, aquellas calles adoquinadas, la humedad de las fachadas, el moho que afloraba entre las piedras, la envolvían de nostalgia de tiempos pasados que no había conocido, pero que intuía.
Casi sin querer se encontró una vez más delante del escaparate de aquella tienda de antigüedades. Había muchos muebles, cuadros, piezas de tela antigua..., pero a Sol le causaba una fascinación especial una vieja caja de música con un bailarín que danzaba sin parar.
Era extraño. Casi todas las cajas de música contienen la figura de una bailarina, pero aquella era diferente.
Sol deseaba bailar.
En su infancia había ido a un Centro de Danza, duró poco tiempo, sólo hasta que se abrumó por el trabajo escolar, el rendimiento bajó y sus padres decidieron relegar a la bailarina.
Sin embargo el recuerdo de aquellas tardes, de sus zapatillas viejas, los vestidos de tul que usaba para las funciones de fin de curso, todo aquello había dejado en ella una gran nostalgia. Y todo lo concerniente al mundo del ballet la seguía fascinando.
Aquel bailarín, que danzaba y danzaba sin parar, cuantos recuerdos le traía.
En especial, recuerdos de quien pudo haber sido y no fue.
Su vida ahora era tan vulgar, tan gris, tan monótona...
Trabajaba en una oficina, secretaria comercial del Jefe Comercial del Departamento Comercial. Todo muy comercial.
No era feliz.
No podía explicar porqué. No podía explicar cuál era su carencia. Sí podía explicar porqué era infeliz. No le gustaba salir a bailar y emborracharse con sus amigas los fines de semana o acabar con algún desconocido en el asiento de atrás de un coche. Parecía no haber más alternativas para divertirse en aquel pequeño pueblo.
Todo su mundo estaba en el trabajo. Poco a poco, había dejado de salir, no tenía porqué seguir aquella corriente si en realidad no le apetecía.
Pensaba en muchas, demasiadas ocasiones, qué hubiese sido de su vida si no hubiese abandonado aquellas clases de danza, se habría volcado en aquel mundo, no habría estudiado aquella aburrida carrera, perdida entre apuntes de derecho, normas y leyes.
Habría seguido perfeccionándose, asistiendo a “castings”, se hubiese dedicado profesionalmente al ballet. Seguramente hubiese logrado pertenecer a una buena compañía. Sus amigos no serían abogados, ni comerciales, sino que serían bailarines y bailarinas, músicos, coreógrafos, todos compartirían aquel espíritu.
Sol pensaba cada vez más en la danza y en sus sueños rotos.
Y cada día, al salir de su oficina, se encaminaba hasta el escaparate de la tienda.
Le relajaba mirar al bailarín y, levemente, la musiquilla llegaba al otro lado del cristal del escaparate, donde ella permanecía horas y horas.
Sol cerraba los ojos. Impregnaba su ser de esa dulce melodía.
A veces deseaba ser ella la inquilina de la caja de música.
Abandonarlo todo. Olvidar los números y cifras, los balances, las facturas, los albaranes, los stocks.
Sólo bailar.
Bailar sin parar como aquél bailarín.
El día entero lo pasaba Sol esperando el momento de finalizar su jornada laboral, regresar y ver al bailarín una vez más, se convirtió en el centro de su existencia.
Nada más le importaba.
Verle bailar. Recordar. Soñar. Pensar.
Aquella tarde el cielo estaba gris.
Su corazón, sin saber porqué, estaba encogido.
Tenía muchas ganas de llorar.
No había tenido un buen día en la oficina.
Caminaba de vuelta a casa pensando en cómo transcurriría el resto de la tarde: escuchar los mensajes del contestador donde alguna amiga insistiría en que se dejara ver y saliera más, hacer zapping viendo la tele, quizás retomar la lectura de algún libro....
De repente su vida le parecía absurda y sin sentido. No podía seguir más así. Pero no sabía cómo salir de aquella espiral de angustia y desidia en que inexorablemente iba sumiéndose día a día.
Al menos, pensó, veré a mi bailarín y levantaré él animo. Apresuró el paso y se detuvo frente al escaparate.
Su bailarín seguia danzando frenéticamente. Era una impresión, pero Sol pensó que jamás había bailado con tanto ímpetu aquel muñequito como aquella tarde.
Incluso se diría que llegaba a dar saltos en aquella caja.
Las vueltas y vueltas se transformaban en pasos muy complicados de ballet.
Sol no podía creer lo que estaba viendo.
En ese momento Sol se sobresaltó al oír el sonido de un puño golpear con fuerza el cristal del escaparate. Estaba tan ensimismada observando las piruetas del bailarín que no había visto cómo un hombrecillo se había acercado desde el interior de la tienda al escaparate y, tras darse cuenta de que ella no prestaba atención a su presencia, golpeó con saña el cristal.
Sol le miró entre sorprendida y curiosa.
El hombrecillo le hizo señas para que entrara.
Era curioso, jamás se le había ocurrido a Sol traspasar aquel umbral. Ni siquiera había entrado para preguntar por el precio de la Caja de música.
Entró. El tintineo del móvil de la puerta le indicó que había entrado al mundo de su bailarín y un escalofrío recorrió su cuerpo.
En una percha, al lado de la puerta, había muchos vestidos de ballet, tules abullonados llenos de nostalgias de aplausos y representaciones del pasado.
Por un momento Sol penso en aquellas mujeres, aquellas bailarinas que habían usado aquellos trajes.
Los focos iluminándolas, los aplausos, los ramos de flores.
Tanto esfuerzo recompensado al final de cada actuación.
Suspiró, casi sin querer.
El hombrecillo le tendió la mano.
- Bienvenida a mi tienda Sol.
Sol le miró interrogante, aquel hombre sabía su nombre.
Con un aire muy pícaro el hombrecillo sonrió al ver su cara de asombro y empezó a hablar lentamente, su voz con un tono cadente le infundía serenidad.
- Nada temas. Te he visto día tras día parada frente al escaparate de mi tienda, y en una ocasión una clienta me dijo tu nombre al comentarle que venías todos los dias a contemplar aquel bailarín. Esto es una ciudad pequeña.
Sol se tranquilizó. Por un momento había sentido algo de miedo hacia aquel hombrecillo desconocido. Pero todo quedaba explicado.
Alguna vecina o amiga de su madre la debió de reconocer. En realidad ¿qué hay de malo en mirar un escaparate?
Nada.
Pero ella iba todos los días a la tienda.
Y es que pensaba cada noche, antes de dormir, en aquel bailarín. Nunca encontraría un hombre con aquellos rasgos, con aquel pelo, con aquella elegancia, aquella perfección. Deseaba tanto saber qué se sentía haciendo lo que uno desea, como el bailarín.
Su sueño: Bailar.
Jamás sentiría el placer de unos aplausos. Jamás recibiría un ramo de flores tras una actuación.
Su cuerpo no se perfeccionaría día tras día. Aquellos pensamientos sumieron de tristeza su semblante.
El hombrecillo entonces le propuso algo.
Tenía que ausentarse aquella tarde de la tienda y no quería cerrar. Le pagaría por estar allí y trabajar como dependienta por una tarde. Le dijo que reconocía a una buena persona a distancia y que ella demostraba una extraña pasión hacia las antigüedades. Confiaba en ella.
Sol no tenía nada que hacer aquella tarde.
Pensó en poder andar libremente por aquella tienda, contemplar todos aquellos muebles de cerca. Sentir el tacto de aquellos viejos trajes.
Inspeccionar y curiosear todo cuanto se le antojara.
No se lo pensó dos veces al responder.
Estaría allí hasta la hora de cerrar.
Por supuesto, en cuanto el hombrecillo salió de la tienda, lo primero que hizo fue ir en busca de la caja de música del escaparate.
Quería ver de cerca al bailarín. Quería saber cómo era su vestimenta.
Llevaba una casaca de hilo púrpura con ribetes dorados. Las zapatillas eran rosadas con apliques dorados.
Seguía bailando tan frenéticamente como cuando le miraba tras el escaparate, sin pausa alguna, enfebrecido por la música, daba vueltas sin cesar.
Sol acercó la caja a su cara. Sus ojos se reflejaban en los espejitos del fondo de la tapa.
Deseó darle un beso a aquel bailarín, tan solitario siempre en su caja de música.
Tras darle el beso Sol observó con extrañeza que el bailarín no estaba en la Caja. Pensó que en algún torpe movimiento le habría despegado sin querer y que la figurita habría caído al suelo.
Empezó a buscar. No le encontraba. Tenía que encontrar aquella vieja figura de porcelana antes de que volviera el hombrecillo, esperaba que no se hubiera roto con la caída. Se sentía angustiada por la posibilidad de defraudar a aquel hombre que le había confiado el cuidado de la tienda. Sentía miedo de haber roto sin querer la figura de su bailarín. Las lágrimas anegaban sus ojos mientras se agachaba buscando entre los recovecos aquella querida figurita temiendo haberla perdido para siempre.
- Sol, soy yo.
Aquella voz tan sensual...
Se giró y vio al bailarín, pero de carne y hueso. Sus ropas, su cara, su pelo. Era él. Pero era un Él de verdad. No era ya la figura de porcelana. Sol, inmóvil, se apoyó en una vieja cómoda incapaz de permanecer en pie.
Brevemente el bailarín le contó su historia. Vivía sólo para el baile, durante años no se había preocupado de nada más. Sólo ansiaba ensayar, bailar, triunfar ante su público. El amor no tenía cabida en su vida. Una amante despechada consiguió con un sortilegio tenerle bailando y bailando en aquella Caja de Música. Era la única forma de que le pudiera pertenecer. Aunque su espíritu seguía viviendo sólo para el baile.
El resto de la historia fue muy trivial. Unos ladrones saquean la casa. Se llevan la Caja de Música. La venden a un anticuario, este a otro, y llegó a parar a esa tienda.
El sortilegio sólo podía vencerse con los sentimientos inmaculados de una mujer. Por eso el bailarín cuando, día tras día, vio a Sol en aquel escaparate pensó que quizás su terrible condena estaba tocando a su fin.
- Sol, un beso más de tu boca y seré libre para siempre.
Sol no lo dudó. El bailarín estaba ya enfrente de ella, hipnotizándola con sus ojos, acariciándola con su dulce voz.
Le besó. Le besó con toda su alma. Cerró los ojos y se dejó arrastrar por aquella vorágine de sentimientos que inundaban desbocados su cuerpo, su mente...
Magia en su vida. Un bailarín encantado, como en los cuentos de hadas. Nada sería ya igual.
Y no lo fue.
Cuando abrió los ojos era ella quien estaba en la Caja de Música. Llevaba un precioso vestido blanco de tul, con plumas. Parecía Odette en El lago de los Cisnes. Seguramente era la primera bailarina de una compañía inexistente. Magia en su vida.
Él bailarín, vestido ya con ropa de calle y actual, la miraba sonriendo. Sus ojos tenían un maligno brillo que le causaban terror.
- Se cumplió tu deseo Sol, serás bailarina. Perfeccionarás tu estilo, tu cuerpo. Tendrás todo el tiempo del mundo para ello.
Tu triste vida gris, que tanto te aburría, queda ahora tras ese escaparate.
A partir de ahora sólo vivirás para bailar.
Y soltó una enorme risotada, que a Sol le llegó hasta el corazón, como un soplo frío que la dejó ya por siempre helada, incapaz de sentir, incapaz de sufrir.
No entendía qué estaba sucediendo y desconcertada se dejaba llevar por aquella música que mecía su cuerpo en una infinita danza de ensoñaciones.
El hombrecillo entró entonces en la tienda. Miró la Caja de Música y sonrió satisfecho.
Dio una palmada al bailarín en la espalda
- Bien, bien, de nuevo volveré a ser tu representante Vladimir. He negociado un montón de galas y giras para tu vuelta. Todos creen que has acabado tu exilio voluntario de la danza y que regresas de tu retiro espiritual. Desean verte, aplaudirte. Seremos ricos, Vladimir ¡
Se encaminaron hacía la puerta de salida abrazados. El hombrecillo se detuvo frente a la Caja de Música unos breves segundos para mirar por última vez a aquella diminuta figurita blanca que danzaba sin cesar.
- Adiós Sol. He traspasado el negocio. Tardaste mucho en decidirte a entrar. Todos tenemos ahora lo que deseábamos ¿no?

1 comentario:

crub dijo...

Comencé a leer, te cuento después!