miércoles, diciembre 14, 2005

Destinos de ida y vuelta (I)

Casi sin querer he encaminado mis pasos hacía la estación.
Esta tarde tu ausencia me ahoga más que otras veces, y caminar de nuevo por la plaza que circunda la estación me acerca un poco más a tu recuerdo.
Me cruzo con personas que llevan equipajes. Otras personas me adelantan con acelerado paso quizás por temor a perder su tren. Destinos de ida y vuelta.
La fuente de la plaza, siempre sin agua, los bancos vacíos y los casi desnudos árboles que me arrullan con su quietud, me recuerdan las veces que me han acompañado en mi dulce espera en todas aquellas tardes en las que mientras esperaba tu tren paseaba bañándome de sol en esta misma plaza.
Y, entonces, al recordarte, aprisiona otra vez mi garganta ese nudo de angustia y llanto contenido.
Doy media vuelta. Necesito huir de esa plaza, no quiero ver la estación.
Deambulo sin rumbo por la ciudad. La gente camina con rapidez. Todos tienen prisa por llegar a su hogar. No tengo prisa. No me esperas ya.
Veo mi imagen reflejada en el cristal de los escaparates. Veo la tristeza en mis ojos que intentan dejar escapar alguna lágrima.
No voy a llorar.
Echo de menos sentirme abrazada a ti.
Echo de menos caminar a tu lado.
No puede ser. No puede ser. No estás aquí ya.
Tú no sabes cuánto te he querido. Tú no sabes nada de mis noches en vela, suplicando a la nada para que vuelvas.
- Señora, por favor, caridad - Es una adolescente, casi una niña, la extranjera que me pide una limosna.
Hago como que no la escucho y sigo andando deprisa, como el resto de la gente.
Te he suplicado volver y no me has dado ni una oportunidad.
Tú tampoco das limosnas.
Y se enturbian mis pensamientos con el vaivén de la gente. Y se enturbian mis recuerdos con tu ausencia. Y todos los momentos vividos a tu lado son ahora una grotesca broma. Una enorme broma envuelta en papel de regalo un día de cumpleaños.
Abrí la caja tan ilusionada. Aquellos lazos, aquellos envoltorios. Y luego, dentro..., nada, no había nada. Tú ya no estás.
Ahora no sé que pensar, ¿fue todo una estrategia de acercamiento a mí? ¡Por Dios, soy adulta! ¿Para qué utilizar tantas mentiras?
Podrías haber planteado una relación esporádica, vernos varias veces al mes..., pero ¿era necesario que fingieras tanto amor?
¿Era necesario que me acurrucaras en tus brazos, que me hicieras sentir tan feliz? ¿Por qué? ¿Para que? Dices que te quedaste bloqueado, que no supiste reaccionar, que la distancia era demasiada.
Dices que no te acordabas de mí, envuelto en todas tus ocupaciones. Sí, te excusas de tu comportamiento, pero ¿acaso hay excusa para quien no siente amor? Nada puedo hacer si tu no me echas de menos, si tu no piensas en mi. Si tú, reconociendo mi amor, sigues impasible, envuelto en tu maldito complejo de Peter Pan que no quiere crecer.
Será doloroso para ti saber que me has perdido. Pero ese halo de tristeza te ayudará a escribir algún breve relato de esta historia que no lo fue o quizás esbozaras las líneas de un poema que a otra mujer leerás.

---------------------------------------------------


Hacía frío aquella mañana de diciembre. Esperaba en el andén de la estación la llegada del tren mientras me distraía observando a la gente que a mi lado esperaba.
Pensaba que quizás algunos iban a empezar un viaje de placer, sus maletas les delataban, quizás otros tenían que trabajar a pesar de ser sábado, su cara de sueño y cansancio parecía augurar un pesado día, y otros iban de compras hasta esa ciudad, que habíamos elegido como destino final de nuestro viaje juntos.
La llegada del tren detuvo mis pensamientos, busqué mi vagón y subí nerviosa, sabiendo que ya no podía demorarse más aquel momento, y que había llegado nuestro tiempo de conocernos, de vernos, quizás de amarnos.
Intenté tranquilizarme sabiéndote ya tan cerca, pero mis pasos temblorosos en aquel angosto pasillo anunciaban sin pudor mi estado de nervios.
Asiento tras asiento buscaba aquel número que en la reserva telefónica me habían dado.
Fue una buena idea, reservar a la vez nuestros asientos. Tú recogías en tu ciudad tu billete y yo el mío aquí. Y en aquel punto del viaje se unían nuestros destinos .
Tú ya llevabas una hora de viaje desde que tomaste ese mismo tren en tu ciudad.
Así habías planeado que fuera nuestra primera cita.
Dos desconocidos. Un vagón de tren. Buscarte entre aquellas personas que nada sabían de nosotros.
La gente iba dormitando en sus asientos, la calefacción propiciaba aquella somnolencia colectiva que me sumía en un silencioso anonimato donde tan sólo tú sabías quien era yo.
En los días previos habíamos fantaseado sobre aquella primera vez que íbamos a dar forma a nuestras fotografías convirtiéndonos en realidades, huyendo de esas tristes imágenes que desde el papel nos imploraban recibir una brizna de ilusión.
No queríamos encontrarnos en una plaza, ni en una cafetería, ni tampoco en la puerta de un cine. Tú sugeriste aquel encuentro en el tren.
Seguí andando. No encontraba tu asiento, pero creo que eras el único pasajero que no dormía. El único que miraba impaciente y anhelante hacía el pasillo. Estabas esperándome. Con mucha naturalidad nos dimos dos besos en las mejillas. No era un reencuentro, pero supimos fingir que éramos viejos conocidos y no dos extraños, nerviosos e impacientes en aquella su primera cita a ciegas, tomando el tren rumbo a otra ciudad donde íbamos a pasar el día y conocernos.
Teníamos una hora de trayecto común. Me despojé de mi abrigo y me senté a tu lado.
Con el bolso cubría mi regazo
Me mirabas sonriendo, y yo te preguntaba temas triviales mientras mi mirada se perdía en los paisajes que danzaban tras el cristal de tu ventana.
Me acostumbre en esa hora a tus ojos sonrientes y a tu voz. Me envolviste con la calidez de tus palabras y dejamos de ser dos desconocidos un sábado.
En tu regazo un maletín de piel marrón de cuyo interior extrajiste unos breves apuntes anotados en un cuaderno de tapas azules, que habías escrito durante tu viaje a solas. Te gustaba aprovechar cualquier momento para escribir.
Me mostraste una poesía que me habías dedicado a mí, la desconocida que ibas a conocer.
“Tu luz del camino” la titulaste. Ahora pienso que tan sólo fui una débil llamita en tu vida, iluminando fugazmente unos pocos días tu corazón.
Casi sin darme cuenta el viaje concluyó.
Me ayudaste a bajar del tren y, así, de tu mano, transcurrió aquel día.
Dejaste tu maletín en la consigna de la estación. Me pediste que memorizara la clave.

No hay comentarios: