miércoles, diciembre 14, 2005

Cada tarde (II)

La camarera trae ya el postre que vamos a compartir, el dulce chocolate se derrite en mi boca recordándome que nuestra tarde acabará antes de una hora, intento no entristecerme ante ese pensamiento que me amarga como la hiel. Siempre estamos a merced del tiempo que inexorable marca nuestros encuentros.
El tiempo, que, a veces, nos acuna en su regazo y nos permite imaginar que nos va a regalar unos minutos más. Y las manecillas de nuestro cruel reloj siguen recorriendo nuestra esfera de amor, volviendo al mismo punto en que estábamos entonces, cuando todo empezó.
Recuerdo que al principio tú hablabas de “autoprotección”, y afirmabas que todo tu afecto, tu cariño, tu amor, lo guardabas para tu pareja. Que lo nuestro era una relación basada únicamente en el sexo. Era un complemento a nuestras vidas.
Yo sufría con tus palabras. Lloré tanto esperando que sintieras algo por mí.
Sin embargo, tus miradas y tus gestos parecían declararme tus sentimientos.
Me aferré a aquel imposible. Yo ya no podía vivir sin tí.
Acepté la relación así, como tú la planteabas, sin amor, sólo sexo.
A veces pasaba una semana sin que me llamaras y yo, sumisamente, nada te reprochaba. Contaba los días esperando ese nuevo encuentro.
Cuando me dejabas en casa lloraba. Me sentía usada, utilizada, era como ser un simple objeto para tu disfrute. Yo te entregaba todo mi ser, mi corazón y tú me dabas apenas unos minutos de tu tiempo.
Pensaba que era una relación irracional, sin mediar sentimientos, un impulso que nos acercaba y que no implicaba nada más.
Cuantas lágrimas derramé por tí.
Me llevabas a alguna habitación alquilada en algún piso. Pagabas por ocuparla media hora, a veces una hora, y me poseías casi sin ningún preámbulo. Me sentía como una furcia, pero en vez de pagarme a mí, pagabas la habitación. Esa era la diferencia.
Cada vez que me dejabas pensaba que aquella había sido la última. Que había de mantenerme firme y no volver a dejar que te acercaras.
No quería sentir tu aliento en mi nuca. No quería que me rozaras la piel con tus manos, no quería volver a sentir tus caricias ni tus besos recorriendo mi cuello, haciéndome perder la noción del tiempo, haciéndome perder mi identidad.
Pero pasaban los días y volvía a desear tu llamada.
Jamás te di un “no”.
Y poco a poco, sin darnos cuenta, abrí una brecha de amor en la roca de tu corazón.
Hemos de separar nuestras manos para que la camarera sirva las tazas de café. Me gusta removerte el azucarillo. El tintineo de la cucharilla me evoca aquella ya lejana tarde en que me llevaste a tomar café en lugar de ir a aquella habitación alquilada.
Y mientras me acariciabas la mejilla, mientras tus ojos brillaban, me dijiste tu primer “Te quiero”.
Tras esa tarde hubo más tardes, hubo más “te quieros”, hubo más complicidad, hubo tanto amor.
Ahora somos una pareja todas las tardes.
Y sabemos que no tenemos futuro como pareja. Sabemos que nos debemos a nuestras familias. Que jamás podremos planear unas vacaciones más allá de la taza de café.
Pero cada tarde voy a tu encuentro y empiezo a vivir.

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